Horacio Quiroga y el degollador de gallinas
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El sueño. La conquista del sueño. Poder dormir. Pensamos en los hitos del progreso del hombre más primitivo, hace millones y millones de años, y es probable que no caigamos en la cuenta de que poder dormir con cierta tranquilidad y continuidad, protegido del asalto de las fieras, del frío y de la humedad, de las picaduras y mordiscos de insectos y reptiles, de la agresividad de otros humanos, de las inclemencias de la naturaleza, en fin, fue uno de esos hitos, pues las inhóspitas cuevas también eran dominio de las bestias.
El irrepetible escritor uruguayo Horacio Quiroga (1878-1937) hace de la conquista del sueño una de las líneas de fuerza del argumento de El salvaje (1920), un relato sorprendente, brutal y epopéyico, cargado de dolor y de ferocidad, de una prosa tan intensa como la acción inusitada que describe, que dio título a uno de sus más celebrados libros de cuentos.
Alianza refresca la presencia en su catálogo de Horacio Quiroga volviendo a editar El salvaje y, simultáneamente, Cuentos de la selva y otros relatos (1918). El primero estaba poco accesible, mientras que el segundo, historias protagonizadas por animales que escribió para sus hijos, goza de una difusión constante, en buena medida dirigida a un público infantil o juvenil, aunque su lectura es de superior provecho, a mi juicio, para el lector adulto.
En efecto, Cuentos de la selva es un libro más localizable en las librerías españolas, y los “otros relatos” que completan esta edición de Alianza proceden de algunos de los libros de cuentos más reeditados de Quiroga: el fundamental Cuentos de amor de locura y de muerte (1917) –así, sin coma-, Anaconda (1921), El desierto (1924) o Los desterrados (1926).
Escritor modernista en la estela estética de Rubén Darío, Quiroga bebió alternativamente de Maupassant, Poe y, muy puntualmente, Kipling, si bien se forjó una personalidad literaria propia e inconfundible, muy al hilo de su atormentada y trágica experiencia vital.
Sólo repasando los títulos arriba mencionados tenemos el eco y el reflejo de su trágica y tortuosa biografía: estancias prolongadas en la selva, tremendos y desventurados matrimonios y relaciones (con mujeres casi adolescentes) y un inacabable rosario de muertes y suicidios espeluznantes en el entorno familiar y amistoso, que terminó con el suicidio del propio escritor, acosado por el cáncer prostático y mediante la ingesta de cianuro, a los 59 años. La vida de Horacio Quiroga –también poeta, novelista, diplomático, profesor, periodista, dramaturgo, crítico de cine, emprendedor agropecuario- fue una vertiginosa montaña rusa de ascensos y caídas que impregna su narrativa y que por sí misma, y con perdón del tópico, podría constituir la más descabellada y frenética de las novelas.
He leído El salvaje, donde no sólo está la lucha por la supervivencia del hombre en una naturaleza tan grandiosa como despiadada, sino también la pasión amorosa, el desvarío y la violencia.
En el cuento de título homónimo, en el curso de la descripción que Quiroga hace de la pelea del hombre terciario para lograr un sobrevivir más amable, escribe: “Hasta ese momento, el más leve impulso a enderezar el busto; el oscuro y pertinaz anhelo de una habitación segura; cada grito menos áspero que los anteriores, eran un nuevo jalón en la marcha ascendente que dejaba atrás y para siempre a las bestias, sus ex compañeros. No hubo siquiera en esa caída explosión de atavismo, pues ni su digestión ni su dentadura lo llamaban a desgarrar carne. Probó carne por imitación simiesca; y entre el hombre más altamente espiritual, y los animales a que se llama, por última significación bestial, fieras, ha quedado ese lazo fraternal de persecución, asesinato y dentellada desgarrante, que une al tigre de la jungla con el degollador de gallinas”.
Los degolladores de gallinas somos nosotros, los humanos. No me quiero meter en polémicas actuales ni, mucho menos, en precisiones científicas para las que no estoy capacitado, pero Quiroga habla aquí de la evolución del hombre terciario, cuando iba dejando de andar a cuatro patas y de subirse a los árboles para encontrar alimento, refugio y descanso, del momento en el que, supuestamente, pasó de ser herbívoro a carnívoro. Desconozco, ya digo, si esto fue exactamente así. Me interesa sólo hacer notar el carácter violento, apretado y rugiente de la prosa de Quiroga en uno de sus registros.
Pero, ojo, la escritura de Quiroga no es, ni muchísimo menos, siempre así. Fijémonos en un pequeño detalle, en una expresión: “ese lazo fraternal de persecución, asesinato y dentellada…” Aquí aparece –al hablar de “lazo fraternal” a propósito de lo que nombra después- el humor sardónico, siniestro –en su sentido de sombrío- y prometedor de sutilezas que encontramos en muchos de sus cuentos hasta crear una profunda sensación de extrañeza. Léanse, por ejemplo, en El salvaje, las cuatro viñetas de historia bíblica y religiosa recogidas en Cuadrivio laico o el tratamiento que hace Quiroga de lo que hoy llamamos acoso sexual –con final inesperado- en Tres cartas…y un pie.