La aparición de Natalia Ginzburg
Natalia Ginzburg (1916-1991), nacida en Palermo, tenía veinticinco años y dos hijos (a la espera de un tercero) cuando escribió El camino que va a la ciudad, su primera novela (corta), publicada por Einaudi, editorial fundamental durante décadas en la vida literaria italiana e impulsora de la corriente realista.
Ginzburg vivía entonces en un pueblo de la dura región de Los Abruzos, en el centro de Italia, donde su marido, un intelectual, Leone Ginzburg -que luego moriría torturado en la cárcel-, había sido confinado por su militancia antifascista.
En un encantador y muy interesante prólogo, Ginzburg -de soltera, Natalia Levi- cuenta que su novela está inspirada en ese pueblo y en su vecindario y que la cercana ciudad que visita constantemente su protagonista, además de tener cosas de Turín, recrea L'Aquila, que por entonces tenía poco más de 50.000 habitantes y que fue prácticamente destruida por un seísmo en 2009.
También revela su propósito de escribir “tratando de ser lo más directa y esquemática posible. Quería que cada una de mis frases fuese como un latigazo, una bofetada”. Así percibimos, en efecto, el estilo de su novela, escrita con frases y diálogos breves, cuya desnudez, sin embargo, permite (o, incluso, potencia) una literatura sensible, emotiva, poética, acogedora de los mundos interiores, de una ternura y de un cierto humor, compatibles con la dramática aspereza de las vidas contadas bajo un manto de tristeza.
Acantilado vuelve a poner en circulación El camino que va a la ciudad, con una excelente traducción de Andrés Barba, en compañía de tres relatos breves, extraños y desazonantes, que tienen en común la infidelidad en la pareja en el contexto de soledades, vidas no cumplidas y relaciones amorosas y desiguales causantes de infelicidad. Son magníficos.
En El camino que va a la ciudad, Delia, una muchacha de 16 años, vive atrapada en un pueblo, en una situación de carencia económica, bajo la tutela de unos padres inhóspitos y en compañía de tres hermanos y un primo. Su hermana mayor, Azalea, ha conseguido lo que es deseo de todos, casarse para vivir en la ciudad, si bien su vida matrimonial, trufada de amantes, es desastrosa.
El título de la novela -que Ginzburg publicó tan joven con el pseudónimo de Alessandra Tornimparte- alude a la ruta de ida y vuelta entre el pueblo y la ciudad que Delia recorre a pie y con gran frecuencia, buscando un horizonte liberador, de mayores expectativas, de apertura hacia un modo de vida menos constreñido y más feliz. En ese camino está lo más ilusionante de su poco halagüeño día a día, un camino que reforzará un malogrado y no reconocido del todo amor hacia su primo Nini y que le pondrá en relación con el precipitado y escurridizo Giulio, un joven estudiante de Medicina, relación que -sin decir aquí más- no evolucionará de modo satisfactorio para ella.
El universo de la familia, que será nuclear en la narrativa posterior de la autora de Léxico familiar (1963), ya aparece aquí en toda su plenitud, cargado de dolor y de promesas incumplidas, como también aparece, a las primeras de cambio, el magistral estilo de Natalia Ginzburg, aparentemente sencillo, pero que sólo puede responder a una elaboración minuciosa y tenaz.
Ese estilo y el ámbito social de los personajes contemplados conecta directamente con la narrativa realista -o neorrealista- italiana que se desarrollaría en los años 40 y siguientes en un país maltratado por el fascismo, primero, y por las devastadoras consecuencias de la guerra y la derrota después, realismo que, como sabemos, tendría su correlato en el cine, con gran esplendor, y que en esta primera salida de Ginzburg no presenta en primer plano la carga directa política que tendrían otras obras propias y de otros colegas. Desde el vigor de las historias individuales -fracasos, frustraciones, descarrilamiento de vidas- queda hecho, desde luego, el retrato social y perfiladas las diferencias entre la mediana burguesía urbana y el empobrecido mundo rural, que no logra superar su destino en el proletariado cuando intenta abrirse paso y mejorar en la ciudad. O que, como en el caso de Delia, paga un alto precio por su accidentado ascenso.
En un momento crítico, de espera acongojada, de tránsito entre el pasado y el futuro, Delia evoca los años precedentes: “Pensaba en mi vida anterior, en la ciudad a la que iba todos los días, en el camino que llevaba a la ciudad y que había recorrido en todas las estaciones, durante tantos años. Recordaba bien aquel camino, los montones de piedras, los setos, el río que aparecía de pronto y el concurrido puente que llevaba a la plaza mayor. En la ciudad se podían comprar almendras saladas, helados, se podían mirar los escaparates, y estaba el Nini, que salía de la fábrica…”
Se transparenta en estas líneas la añoranza por el recorrido cargado de ilusiones, por el camino hacia la meta en una ciudad pródiga en sugestiones. Ese camino físico y esos escaparates son metáfora tanto de una itinerancia vital motivada por las aspiraciones como de una oferta para satisfacer deseos de variada índole. La novela llega a hacer el balance de esas aspiraciones y de esos deseos.