Einstein rodeado de alguno de sus poemas. Imagen: Rubén Vique

Einstein rodeado de alguno de sus poemas. Imagen: Rubén Vique

ENTRE DOS AGUAS

La poesía, un arma cargada de ciencia: cuando Einstein escribía versos y Lorca homenajeaba a Newton

La poesía también forma parte del territorio de la ciencia (y viceversa), como demuestran los versos creados por científicos y poetas.

5 julio, 2024 01:49

“La poesía es un arma cargada de futuro”, escribió Gabriel Celaya en un inolvidable poema. Él reclamaba, justamente, “poesía para el pobre, poesía necesaria/ como el pan de cada día,/ como el aire que exigimos trece veces por minuto,/ para ser y en tanto somos dar un sí que glorifica”. Y maldecía “la poesía concebida como un lujo/ cultural por los neutrales/ que, lavándose las manos, se desentienden y evaden”.

No puedo estar más de acuerdo con él, porque la poesía nos pertenece a todos, y permea todos los ámbitos. Pertenece a aquellos que se limitan a repetir las estrofas de los Celaya, Machado o Aleixandre, y también a los menesterosos del verso, a quienes animados por deseos o amores, logrados o inalcanzables, pergeñaron frases que sólo a ellos y tal vez a sus destinatarios conmovieron, a los que, a veces con ira, se enfrentan a emociones contenidas o frustraciones silenciadas.

Y penetra todos los ámbitos y temas, todas las profesiones, no sólo la de los literatos poetas. En consecuencia, también es territorio de la ciencia. Cuán equivocado estaba Gustavo Adolfo Bécquer cuando escribió en uno de sus poemas: “Mientras la ciencia a descubrir no alcance/ las fuentes de la vida/ y en el mar o en el cielo haya un abismo/ que el cálculo resista;/ mientras la humanidad siempre avanzando/ no sepa a do camina;/ mientras haya un misterio para el hombre,/ ¡habrá poesía!”.

“Amó al dodecaedro, lloró al icosaedro...” Celaya homenajeó a Kepler y a la visión que soñó del Universo como una muñeca rusa con los cinco sólidos platónicos

Versos como estos representan la peor tradición española, esa que nos ha llevado a siglos de retraso y oscurantismo. Pero, afortunadamente, es posible encontrar en los anales de la poesía en español versificadores que no desdeñaron lo que la ciencia puede aportar a los sentimientos humanos más profundos.

En su oda A la invención de la imprenta, Manuel José Quintana (1772-1827) escribía: “Levántase Copérnico hasta el cielo,/ que un velo impenetrable antes cubría,/ y allí contempla el eternal reposo/ del astro luminoso/ que da a torrentes su resplandor al día./ Siente bajo su planta Galileo/ nuestro globo rodar; la Italia ciega/ le da por premio un calabozo impío,/ y el globo en tanto sin cesar navega/ por el piélago inmenso del vacío”.

El gran Federico García Lorca, tal vez enriquecido por la compañía de científicos en la Residencia de Estudiantes madrileña, homenajeaba a Newton: “En la nariz de Newton/ cae la gran manzana,/ bólido de verdades./ La última que colgaba/ del árbol de la Ciencia./ El gran Newton se rasca/ sus narices sajonas./ Había una luna blanca/ sobre el encaje bárbaro/ de las hayas”.

Y cómo olvidar la Oda al átomo (1954) de Pablo Neruda, una especie de alegoría a la física atómica, incluido logros como el que consiguieron John Cockcroft y Ernest Walton en 1932 con la primera desintegración artificial del núcleo atómico: “Pequeñísima/ estrella,/ parecías/ para siempre/ enterrada/ en el metal: oculto,/ tú diabólico/ fuego./ Un día/ golpearon/ en la puerta/ minúscula:/ era el hombre./ Con una/ descarga/ se desencadenaron,/ viste el mundo,/ saliste/ por el día,/ recorriste/ ciudades,/ tu gran fulgor llegaba/ a iluminar las vidas,/ eras/ una fruta terrible,/ de eléctrica hermosura,/ venías/ a apresurar las llamas/ del estío”.

Y seguía, aludiendo al fuego “de tigre y armadura”, pensando sin duda en las llamaradas que se encendieron, vomitadas por un avión, en Hiroshima y Nagasaki.

De nuevo, Gabriel Celaya, ingeniero industrial, educación que no oxidó su parte de alma de poeta, que homenajeó a Kepler y a la visión que este soñó del Universo como una muñeca rusa con los cinco sólidos platónicos: “Kepler miró llorando los cinco poliedros/ encajados uno en otro, sistemáticos, perfectos,/ en orden musical hasta la gran esfera./ Amó al dodecaedro, lloró al icosaedro/ por sus inconsecuencias y sus complicaciones/ adorables y raras, pero, ¡ay!, tan necesarias,/ pues no cabe idear más sólidos perfectos/ que los cinco sabidos, cuando hay tres dimensiones”.

Y Gioconda Belli, todavía felizmente entre nosotros, aunque despatriada de su Nicaragua natal por un antiguo combatiente de dictadores que terminó convirtiéndose él mismo en uno, compuso una Nueva teoría del Big Bang que comienza, lujuriosa pero exacta: “El Big Bang fue el orgasmo primigenio:/ Orgasmo de los Dioses amándose en la nada”.

Tampoco han faltado o faltan científicos que componen poemas. Clara Janés y Jenaro Talens, poetas ambos, han rescatado, traduciéndolos a nuestra lengua, poemas de uno de los grandes científicos de todos los tiempos, Albert Einstein. Composiciones que en edición bilingüe la pequeña editorial leonesa Eolas ha reunido en Albert Einstein: poemas y paisajes (2024).

Y como suele ocurrir que los poemas son espejo del alma de quien los escribe, a través de uno de esos poemas podemos comprender la reacción de Einstein ante la fama universal que adquirió a partir de 1919: “Dondequiera que vaya o esté/ veo mi imagen siempre impresa,/ en las mesas de despacho o sobre la pared,/ o colgando del cuello en cinta negra.// Los hombres y mujeres, con encanto,/ persiguen un autógrafo,/ todos quieren tener un garabato/ de un joven que es tan sabio.// A veces me pregunto, con tal dicha/ en un momento lúcido:/ ¿Soy yo quien está loco?/ ¿o son memos los otros?”.

Pero al estudioso de la vida y obra del genio de las teorías de la relatividad, que soy yo mismo, le atrae sobre todo el poema que Einstein dedicó a sus hermanos de etnia: “A mis judíos observo.// No siempre me regocijo;/ en otros de pronto pienso:/ y me alegra ser judío”.

Sí, se alegraba de su herencia ancestral judía, pero en el contexto de solidaridad con un grupo de personas que sufrían discriminaciones: cuando en 1913 se trasladó a Berlín, se dio cuenta “de las dificultades con que se enfrentaban muchos jóvenes judíos”; vio “cómo, en entornos antisemitas, el estudio sistemático, y con él el camino a una existencia segura, se les hacía imposible”.

Pero también advirtió la otra cara de la moneda (“no siempre me regocijo”): “Más allá de las consideraciones prácticas –manifestó en un discurso que pronunció en Nueva York el 17 de abril de 1938–, mi idea acerca de la naturaleza esencial del judaísmo se resiste a forjar la imagen de un Estado judío con fronteras, un ejército y cierta cantidad de poder temporal, por mínima que sea”.

La sabia mirada, más allá del tiempo, de quien desveló su naturaleza.

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