El síndrome oriental
Estreno de "El último samurái"
8 enero, 2004 01:00Tom Cruise como Nathan Algren en El último samurái,
El último samurái, de Edward Zwick, llega el 9 de enero a nuestras salas precedida de un enorme éxito en Estados Unidos. Una estrella, Tom Cruise, para una producción épica que se suma a los muchos intentos del cine occidental por parecerse al oriental. El Cultural analiza este fenómeno, verdadero síntoma de la confusión cultural de Hollywood.
Al menos eso es lo que le ocurre al Nathan Algren (Tom Cruise) de El último samurái, veterano de la Guerra de Secesión que, descreído y escéptico después de la matanza del general Custer, entra en contacto con la cultura japonesa y aprende no sólo las dignas artes de la guerra sino también la insólita belleza de la moral, de la vida. La natural ambivalencia de la cultura oriental, que acepta con tanta humildad la protección del honor como la televisión multipantallas, se ha convertido en el modelo perfecto para nuestra cultura sin norte: en la fallida película de Edward Zwick los americanos son los malos mientras que los samuráis, amenazados por una época de cambios que pretende modernizar un país anclado en el pasado, son hombres de palabra que respetan más a su peor enemigo que a su mejor amigo. Ahora mismo, Oriente simboliza para Occidente una sociedad avanzada que no ha sacrificado ninguno de los rasgos distintivos de su cultura en favor del progreso tecnológico. Oriente es una sociedad con principios, que mira el futuro con ojos rebosantes de Historia.
Akira Kurosawa fue puente entre Oriente y Occidente desde que Rashomon conquistó el Festival de Venecia en 1951. Al director de Vivir le hubiera gustado conocer a John Ford, y sólo compartió con él unos minutos en un hotel de Londres. El Ford desmitificador de El gran combate y el Kurosawa furioso de Los siete samuráis y Yojimbo están en el corazón de El último samurái, que intenta aúnar el lirismo crepuscular del primero y la voluptuosa épica del segundo. Hay algo de la admiración que Zwick profesa por Kurosawa que permanece en muchos de los intentos que el cine occidental ha hecho para parecerse al oriental. Desde la fagocitación de la velocidad del manga por parte de películas de acción como Asesinos de reemplazo o Los ángeles de Charlie hasta la idolatración que sienten los mejores animadores de la Disney por la obra de Hayao Miyazaki, reconocida internacionalmente gracias a La princesa Mononoke y El viaje de Chihiro, pasando por los homenajes al cine de John Woo (a punto de estrenar Paycheck) y el cine de artes marciales en bombazos de taquilla como la saga Matrix, Oriente parece haberse convertido en ese paraíso donde la belleza y la violencia comparten cama sin despertarse mutuamente. Belleza que circula en doble sentido: en Hero maestros como el chino Zhang Yimou han aplicado a su indudable gusto estético la magnificencia de cierta épica occidental, que coordina los colores primarios de la leyenda china con el paisajismo panorámico de David Lean.
Modelo de modernidad
Hablando de belleza, Lost in Translation, la nueva y unánimemente aplaudida película de Sofia Coppola (a estrenar en España el 13 de febrero), transcurre en Tokyo. No es el Tokyo de El último samurái, ansioso de convertir sus tradiciones en costumbres que hablen un idioma universal. Es el Tokyo de los teléfonos móviles y los hoteles cápsula, la metrópolis de un futuro pluscuamperfecto, el séptimo cielo de los corazones solitarios. Para escribir el guión, Coppola cuenta que se inspiró en los anuncios japoneses protagonizados por célebres actores norteamericanos que, a cambio de una buena suma de dinero, prestaban su avergonzada cara para publicitar productos autóctonos. Era tal su expresión de extrañamiento, que dejaba traslucir su vulnerabilidad de extranjeros, compuesta a partes iguales de fascinación y repulsión. No por casualidad, uno de esos anuncios contó con la intervención de Francis Ford Coppola y Akira Kurosawa en la época en que el primero, declarado admirador del segundo, le produjo, mano a mano con George Lucas y Steven Spielberg, Kagemusha, la sombra del guerrero. La cosa viene, pues, de lejos: por un lado, Oriente se ha transformado en un modelo de modernidad estética, que permite la convivencia del diseño, el cómic, los haikus, el Bushido y el arte pop en un solo e intransferible universo conceptual, y por otro Occidente se ha erigido, desde los tiempos en que el maestro Kurosawa buscaba financiación en la Tierra Prometida, en mecenas desinteresado de una cultura que envidia desde la lejanía.
Hace tiempo que Tarantino fue mecenas del cine oriental. Si no fuera por él, que distribuyó mundialmente Chunking Express bajo su sello Rolling Thunder, Wong Kar-Wai sería un completo desconocido entre nosotros. Antes de ser famoso, el rastreador de rarezas Tarantino ya se sabía de memoria todas las películas producidas por los Shaw Brothers, cuyo logo encabeza su espectacular Kill Bill: Volumen 1, verdadero acto de amor al cine oriental más subterráneo. Tarantino se ha convertido en el Andy Warhol del séptimo arte: su fascinación por ese celuloide que únicamente los verdaderos cinéfagos conocen ha dado lugar a una película que no sólo recicla material preexistente sino que lo reinventa bajo una nueva mirada. No es sólo una fotocopia, es un cliché coloreado por un niño que entiende el mundo como un serial excesivo y sin fronteras.
Frívola admiración
En Kill Bill, el cine del lejano Oriente ocupa un lugar privilegiado: desde el traje de Uma Thurman, réplica exacta del de Bruce Lee en Jugando con la muerte, hasta la presencia de Sonny Chiba, héroe de acción del cine japonés, pasando por los homenajes al cine de Seijun Suzuki y las películas de colegialas niponas, las locuras yakuzas de Takashi Miike y las peleas de Tigre y dragón, la hiperbólica violencia del cine oriental tiñe de rojo sus imágenes. Más de media película está hablada en japonés, y su bello clímax final remite al Kurosawa de Yojimbo. Al contrario que la de Zwick en El último samurái, la admiración de Tarantino por Oriente es más frívola y referencial, pero parte de ese mismo complejo de inferioridad de los occidentales respecto a una cultura que les resulta hipnótica e ininteligible al mismo tiempo. Como la primera entrega (pendiente de estreno en España), el segundo volumen de Kill Bill será también una película oriental con toques de spaghetti-western, haciendo evidente el inevitable mestizaje de dos culturas que, en los albores del siglo XXI, parecen haber limado las asperezas de antaño y están dispuestas a consumar su matrimonio de conveniencia sin sentirse acomplejadas por ello.
Un western extravagante
A El último samurái le falta garra y le sobra grandilocuencia. A Edward Zwick, cineasta interesado por la noción de patria (Tiempos de gloria y Estado de sitio lo atestiguan), se le atragantó la falsa poesía de Bailando con lobos mientras concebía este western ambientado en el periodo de la restauración Meiji. La extravagancia puede resultar atrevida, pero si analizamos con detenimiento el proceso educativo del salvaje Nathan Algren no tardaremos en comprobar que El último samurái se parece peligrosamente no sólo a la obra magna de Kevin Costner sino también a esos westerns de denuncia, sucios y un punto demagógicos que certificaron la defunción del género en los setenta. Películas como Un hombre llamado caballo o Pequeño gran hombre defendían la pureza de la cultura india frente a la brutalidad de la incultura yanqui, atacando por el lateral izquierdo la intervención en Vietnam. De la visión de El último samurái se podría desprender una lectura similar si no fuera porque Zwick se hunde en el fango del tópico y prefiere la épica de tocador, monopolizada por la envarada severidad de Tom Cruise, que la ética antiglobalización.