Clint Eastwood en 'Harry el sucio' (Don Siegel, 1971)

Clint Eastwood en 'Harry el sucio' (Don Siegel, 1971)

Cine

Clint Eastwood, el retratista de la psique bipolar americana

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Pocos comentarios críticos se han instalado en el debate político-cinematográfico a lo largo de la historia con tanta solidez como el que, no exento de controversia, escribió Pauline Kael sobre Harry el sucio (Don Siegel, 1971) en The New Yorker (Dirty Harry, Saint Cop): “[Clint Eastwood] siempre ha tenido un potencial fascista que finalmente ha emergido a la superficie”.

La polémica pervive hoy con una de las películas seminales de justicieros al margen de la ley, en la que Harry Callahan daba vida a un antihéroe esencialmente apolítico, una perpetuación urbanita del pistolero solitario y el sheriff asediado de innumerables wésterns. Callahan inauguró el romance de Eastwood (San Francisco, 1930) con Warner Bros., estudio con el que ha realizado todas sus películas con plena libertad hasta hoy, cuando acaba de completar Jurado Nº 2 coincidiendo con las elecciones presidenciales de Estados Unidos que podrían sentar de nuevo al republicano Donald Trump en la Casa Blanca.

Trascendiendo declaraciones y posicionamientos políticos (aunque su vínculo con el Partido Republicano es bien conocido, nunca se ha pronunciado en favor de Trump), quien fuera alcalde de Carmel (California) como candidato independiente ha pavoneado su naturaleza de maverick tanto en la industria del cine como en los despachos del poder.

Su ideología, su pensamiento político, su discurso social se mueve, qué duda cabe, en las ambiguas zonas que huyen de cualquier categorización, y es precisamente en ese punto crítico donde lo público y lo privado, o lo político y lo social, parecen confluir donde el cine de Eastwood siempre ha dado lo mejor de sí mismo. Más valdría radiografiar por tanto su ambiguo discurso a través de su cine. El artista es su obra.

Hay que remontarse a El fuera de la ley (1976) para hallar argumentos en contra de la supuesta xenofobia que encarnaba, como si Callahan y Eastwood fueran una pieza. Mezcla de crónica de venganza y lectura histórica, este sangriento wéstern llevaba a la pantalla la historia de Josey Wales, un confederado que busca huir de su pasado de supremacista blanco haciéndose pasar por un descendiente de nativos. En el filme, perseguido por los unionistas, termina liderando una comunidad de comancheros, navajos y cherokees en su huida hacia adelante, como si hubiera retomado el cine del Oeste allí donde lo dejó John Ford con El gran combate (1964).

Años más tarde, en Bird (1988), filmaría una de las películas más oscuras del cine americano al llevar a la pantalla la vida de Charlie Parker, interpretado por Forest Whitaker. Quizá es la primera de sus obras maestras a pesar de que Spike Lee lamentara que la hubiera filmado un hombre blanco.

En la testamentaria, brutalmente política, Gran Torino (2008), Eastwood enterraba para siempre la imaginería asociada a Callahan en el retrato de su complejo protagonista, un carcamal, veterano de la guerra de Corea, misántropo y racista, que acaba traspasando su legado a sus vecinos de la etnia Hmong.

Eastwood dirigió y protagonizó 'Gran Torino' en 2008

Eastwood dirigió y protagonizó 'Gran Torino' en 2008

En su dimensión documental, Gran Torino ponía un conmovedor broche a una carrera interpretativa labrada desde las barricadas del anti-establishment y el individualismo; en el terreno histórico, era el destino lógico de una cierta lectura del mito masculino en el wéstern y el policíaco del último medio siglo, al tiempo que se ofrecía como camino de redención y puesta al día de lo que el Eastwood-personaje representa en el imaginario político, social y cultural norteamericano.

De algún modo, si en Gran Torino su imaginario fílmico especulaba con la América integracionista de Obama, algo similar hizo en Poder absoluto (1997), realizada durante la presidencia de Bill Clinton, retratando a un presidente (Gene Hackman) que pretende encubrir un crimen de naturaleza sexual del que es testigo un ladrón de joyas (el propio Eastwood) oculto en su alcoba.

La corrupción administrativa, sea en el gobierno, en el ámbito judicial (Medianoche en el jardín del bien y del mal, 1997; Richard Jewel, 2019), policial (Mystic River, 2003; El intercambio, 2008), militar (El sargento de hierro, 1986), periodístico (Ejecución inminente, 1999) o empresarial (Sully, 2016) ha sido uno de los pilares de la naturaleza crítica y revisionista del cine de Eastwood a lo largo de las décadas, y ha venido a solventar acaso el gran déficit del cine estadounidense mainstream a partir de los ochenta: su incapacidad para dotar de un claro sentido político a sus películas.

En esta senda, J. Edgar (2011), su infravalorado y monumental biopic del padre del FBI, donde el autor de la emotiva Primavera en otoño (1973) se encontraba con el autor de la encrespada Poder absoluto, emerge como fascinante compendio de viñetas históricas en los rincones más oscuros de la política norteamericana –que se inicia en los atentados anarquistas de 1919 en Washington y termina en las escuchas ilegales que hundieron a Nixon–, al tiempo que ofrece una investigación de la psique (no menos oscura y perturbada) de J. Edgar Hoover. O, lo que viene a ser lo mismo, la psique bipolar de América.

Leonardo DiCaprio, en 'J. Edgar' (Clint Eastwood, 2011)

Leonardo DiCaprio, en 'J. Edgar' (Clint Eastwood, 2011)

Al fin y al cabo, el patriotismo de bandera con el que tan ligeramente se ha despachado su cine y su figura estereotipada, tiene unos pliegues nada transparentes, en ocasiones contradictorios, que transitan por las zonas grises en las que realmente confluyen los debates políticos.

Su cine se suma así a la tradición americana del patriotismo bien entendido, el que ejerce una mirada crítica, incorrecta, incluso subversiva, sin miedo a enfangarse en dilemas morales como el acto de matar, la pena de muerte, la educación infantil o la eutanasia, en las sublimes Sin perdón (1992), Ejecución inminente, Un mundo perfecto (1993) y Million Dollar Baby (2004), donde el discurso político es aún más eficaz al circular por debajo de las tensiones emocionales del drama.

La Epopeya del Héroe patriótico acaso nunca fue tan ambivalente como en El francotirador (2014). Detrás de sus lugares comunes sobre el estrés postraumático del soldado, Eastwood filma el funeral de su leyenda (la del francotirador Chris Kyle) en una América gris que encuentra a su verdadero enemigo de puertas adentro, ese enemigo interior que no había que buscar en Irak y que representa el gran trauma de la nación.

El filme protagonizado por Bradley Cooper surgía como una especie de epílogo al sensacional díptico sobre la II Guerra Mundial –Banderas de nuestros padres (2006) y Cartas desde Iwo Jima (2006)–, que filmó en plena era republicana de George Bush, cuando el debate sobre la invasión de Irak ocupaba la agenda política, acaso para recordarnos la sangre derramada por las banderas y que toda historia, toda idea política, nunca es blanca o negra, que lleva inscrita al menos dos puestas en escena.