Teatro

Difuntos

Portulanos

10 noviembre, 2005 01:00

Hace años, ensayando una obra mía que terminaba con un batacazo automovilístico de los protagonistas, uno de los actores, por quien profeso especial simpatía, me propuso, cerveza en mano, que fingiéramos mi fallecimiento en situación similar a la de la obra. Debí quedarme ojoplático, porque él se vio obligado a argumentar que era un mecanismo publicitario perfecto: podríamos vender la obra como el último texto de un joven y prometedor dramaturgo cuya carrera quedaba, así, trágicamente truncada, etc. Luego, escondido en una isla bajo falsa identidad, como un personaje de Patricia Highsmith, podría seguir escribiendo obras que, pasado un tiempo, venderíamos en calidad de hallazgos de antiguos manuscritos. "Vamos", dijo mi amigo, "un éxito seguro". Cortésmente, decliné la oferta. Pero juro que durante un tiempo le estuve dando vueltas a la idea, aunque sólo fuera por lo de Patricia Highsmith.

No he podido evitar recordar esta anécdota tras leer la noticia de la concesión póstuma del Nacional de Literatura Dramática a Alberto Miralles. Yo no tuve demasiada relación con él y de hecho ni siquiera es un autor que me guste especialmente; pero lo del premio me parece una tomadura de pelo y un insulto a su memoria. Porque Miralles, como otros autores, pertenece a una generación de la dramaturgia española metódicamente despreciada por el mismo establishment que le premia ahora, cuando ya no está él para tirarles el premio a los morros. Si a nuestra ministra no se le cae la cara de vergöenza con estas cosas a mí me sube la náusea de pensar lo que esta distinción, concedida en vida, podría haber hecho por el autor. éste es país de carroñeros: basta con que alguien se muera para que empecemos a alimentarnos de él. A lo largo de mi vida he visto a las mismas gentes hacer cola para ver los cadáveres de Franco, de Tierno Galván, de Lola Flores. En el fondo da igual si el difunto lleva uniforme o bata de cola: es la muerte misma lo que excita. Pero hablar bien de un vivo, premiar a un vivo, admirar a un vivo. ¡Ah! Eso, en español, ese magnífico idioma nuestro del que tanta gente parece querer escapar, se llama posicionarse. Y no está de moda.