Venecia, el viejo arte de hacer dinero a través del mar
Jan Morris recorre en un libro lleno de anécdotas las rutas comerciales que la Serenísima República controló durante su imperio de quinientos años.
18 junio, 2024 02:16En los años setenta, Jan Morris (1926-2020) estaba de viaje por las Cícladas, en el mar Egeo, cuando reparó en el extraño sincretismo de una de las islas. Los “palomares decorados con fantasías” o la “profusión de pastelerías que evocan la lejana presencia de los venecianos, con sus gustos frívolos y extravagantes”, se combinaban con una especie de pureza azul y blanca, “casi un arquetipo de lo griego”, escribe.
Morris sabía bien dónde estaba. Sabía que la isla de Tenos, una de las más católicas de Grecia, era a la vez un “Lourdes de la iglesia ortodoxa”. Era tan católica porque en ningún otro lugar habían gobernado tanto tiempo los venecianos. Y era, a la vez, un centro de peregrinación ortodoxo porque albergaba el mayor santuario mariano del país.
Aquella isla de menos de doscientos kilómetros cuadrados, considerada tradicionalmente la cuna de Eolo, fue también el hogar del último gobernante veneciano del Egeo. Se llamaba Bernardo Balbi y tenía su fortaleza en un risco azotado por los helados vientos del norte. Cuando perdió aquel último enclave colonial, en Venecia ya casi nadie se acordaba de él. Según un viajante francés de la época, por entonces “solo catorce soldados harapientos” protegían la fortaleza del prócer veneciano.
“Fue un célebre escándalo”, comenta Morris. Al amanecer del 5 de junio de 1715, Balbi vio una flota turca echando el ancla a orillas de la bahía. Contó veinticinco barcos de guerra y cargueros suficientes para transportar a veinticinco mil hombres. Muchos lugareños corrieron montaña arriba para ocultarse. Y eso que al principio algunos griegos, contentos con sus gobernantes venecianos, defendieron la fortaleza.
Los turcos entraron en la isla con artillería, morteros y escalas de asedio. La batalla, sin embargo, no fue fácil y los turcos sufrieron numerosas bajas. Pero los venecianos pronto se cansaron de luchar. Tras aceptar sobornos, sus mandos firmaron una capitulación humillante. Los griegos debían quedarse en la isla a merced de los turcos. A los venecianos, en cambio, se les permitió marcharse.
El papa Pío II describió al veneciano como “un esclavo de las sórdidas ocupaciones del comercio”
Balbi volvió indemne a Venecia. Pero al llegar lo acusaron de haber sido corrompido por los turcos y lo metieron en la cárcel, de donde no volvió a salir. En Tenos, mientras tanto, los turcos enviaron a los griegos leales al dux como esclavos a África.
Así terminó el dominio veneciano en el Egeo, dando paso a un periodo de decadencia previo a la caída definitiva de la Serenissima en 1797. Un paseo por Tenos le sirvió a Morris para contar –mientras observaba el paisaje siglos después de aquella última batalla– una de las muchas historias que forman El imperio veneciano (editorial Gallo Nero), una suerte de spin-off, publicado en inglés en 1980, de su clásico de la literatura de viajes Venecia (Gallo Nero, 2022). La autora viaja por las antiguas posesiones de un imperio que, según su relato, podría fecharse entre finales del siglo XII y finales del XVIII, con el colapso de la República.
El Stato da Mar, como se le conocía en lengua vernácula veneciana, fue, sin embargo, un imperio extraño. Quizá la mejor definición la sugiriese el papa Pío II al describir al veneciano como “un esclavo de las sórdidas ocupaciones del comercio”.
Fue un imperio, en efecto, económico, que se extendió por las costas e islas que jalonaban las rutas comerciales de la República en dirección a Oriente. “Eran, sobre todo, gente interesada en hacer dinero”, escribe Morris, para quien el imperialismo veneciano fue “fragmentado y oportunista”.
Los venecianos tenían claro el modelo de negocio y se hicieron ricos aplicándolo: recogían productos orientales, los transportaban a Venecia en barco y los despachaban por toda Europa. El imperialismo fue su modo de conservar el negocio. “No exportaron ninguna ideología al resto del mundo. Tampoco tenían ningún celo misionario. No eran grandes constructores, como los romanos. Ni fanáticos, como los españoles”, señala Morris.
Estas circunstancias dieron al imperio una identidad híbrida que Morris ya sintetizó en su anterior libro, al hablar sobre Venecia: “Fue única entre las naciones, medio oriental, medio occidental, mitad tierra, mitad mar, situada entre Roma y Bizancio, entre el cristianismo y el islam, con un pie en Europa y el otro chapoteando entre las perlas de Asia”. Ahora ahonda en ese aspecto al hablar de un imperialismo que modelaba tanto al colonizador como al colonizado.
La relación entre Venecia y Oriente era muy anterior a la época del imperio. Nacida tras la caída de Roma, la ciudad de la laguna había vivido más o menos a espaldas del oscurantismo de la Antigüedad Tardía europea gracias a su lealtad a Bizancio. Y más tarde, en la época del imperio, el “temperamento oriental”, como lo llama Morris, lo dominaba todo. Los orfebres y los joyeros bizantinos eran los más cotizados. Las liturgias venían de Levante, los sacerdotes vestían túnicas doradas y las iglesias estaban llenas de lo que la escritora denomina “artilugios orientales”: mosaicos, relicarios, columnas de mármol.
También las gentes eran exóticas. Abundaban los viajeros del este: eslavos, griegos, árabes, persas. Y los venecianos, acostumbrados a la mezcla, habían asumido sus costumbres.
De Oriente venía incluso uno de sus mitos fundacionales: el del secuestro del cuerpo de san Marcos. Cuenta la leyenda que, tras cerrar un lucrativo negocio en la infiel Alejandría, dos mercaderes venecianos robaron el cuerpo de san Marcos, lo envolvieron en carne de cerdo para ahuyentar a los aduaneros musulmanes y se lo llevaron a Venecia, donde aún hoy el patrón salvaguarda y nos recuerda la grandeza de aquel imperio.