HÉROES. En el patio del colegio, en la piscina, en la plazuela, en las casas, los niños jugábamos a ser los héroes cuyas aventuras habíamos visto –vivido– el domingo en las pantallas de la ciudad. La intensidad de la identificación era total. Con un palo a modo de espada o fusil, con el abrigo o la bata escolar ceñidos en forma de capa, éramos –creíamos ser– el héroe, el “bueno” de la película.
La cosa tenía sus problemas porque alguien tenía que conformarse con ser el amigo o subalterno del protagonista, o un personaje secundario. O “el malo”, claro. Yo recuerdo perfectamente haber sido El Cid, y también el general Marco Vinicio, el romano que se convierte al cristianismo en tiempos de Nerón y se enamora de Ligia, la esclava cristiana que interpretaba Deborah Kerr. Si necesitábamos a una Sofía Loren o a una Deborah Kerr, echábamos mano, fuera del colegio, de una amiguita, una prima o una vecinilla.
Por la noche, en la cama, el asunto continuaba, es decir, apagada la luz, soñábamos despiertos nuevas y más arriesgadas aventuras en las que volvíamos a ser el héroe hasta que el cansancio nos vencía.
'El limbo de los cines' es un recuento de vidas transformadas por las peripecias vividas ante las grandes pantallas
ADULTOS. “Yo era un lugarteniente de la Legión Extranjera y había llegado al mando después de una vida desharrapada…” Así empieza uno de los doce cuentos de El limbo de los cines (Nórdica), de Luis Mateo Díez, que se puso a la venta días antes de que su autor obtuviera el Cervantes.
Cada cuento transcurre o se relaciona estrechamente con uno de esos cines de nombres en su día modernos –Bristol, Bahía, Cosmo, Caledonia…–, que ya se han quedado antiguos y que en su mayoría no existen, cines de pequeñas poblaciones provincianas –Oceda, Anterna, Doza, Bericia…–, que forman parte de la imaginaria y recurrente geografía que Mateo Díez ha llamado Ciudades de Sombra.
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Cada historia tiene su narrador en primera persona –en alguna ocasión, la voz es femenina–, narradores diferentes que, en contraste con lo que he contado antes, son adultos, tipos y tipas por lo general muy corrientes y de poca relevancia, que tienen en sus miserias –y en las de su entorno cercano– un toque felliniano, como las ciudades mismas, entre I vitelloni y Amarcord.
HUMOR. La atmósfera de los cuentos, aunque no deja de tener su traducción y su deriva actuales, remite a los años 50-60, cuando la gente llenaba los cines como plan fijo para asombrarse ante grandes espectáculos y especular con mundos de lujo ajenos.
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No es un libro de homenaje cinéfilo y cultureta, nada de eso, sino de recuento de vidas, de vidas comunes y un tanto mediocres, vidas espoleadas, trastornadas y transformadas por las peripecias vividas ante las grandes pantallas. Pero aquí Mateo Díez da una prodigiosa vuelta de tuerca, contagia a esos seres con las vidas de las películas, cuya acción invade las propias salas y hasta las calles con efectos colosales: pasiones, asesinatos, combates…
El escritor vuelve a hacer lo que hace siempre en sus libros: se aproxima al costumbrismo, a un costumbrismo crítico y esperpéntico, para retorcerle el cuello y, bien agarrado, llevarlo a un terreno de fantasía expresionista. Es lo mismo que hace con el lenguaje: toma el lenguaje castizo, menestral, y, generalmente con la ayuda de un humor corrosivo, lo utiliza para dinamitar las mentalidades, las formas de ser y de pensar, en muchas ocasiones con una gran acidez compatible con una mirada compasiva, de esos personajes de medio pelo o de pretensiones ridículas que pueblan sus relatos.
Entonces, con lo uno y con lo otro, resulta que ese paisaje y ese paisanaje mesocráticos se convierten en un imaginativo pandemonio de vidas dislocadas y exageradas, que no dejan de ser reconocibles porque siguen siendo las nuestras.