Arthur Miller escribiendo en su casa.

Arthur Miller escribiendo en su casa.

DarDos

Aprender a escribir

¿Hay que fijarse en los autores consagrados, son útiles las escuelas de letras o lo importante es seguir el propio instinto?

Gustavo Martín Garzo Marta Sanz
21 febrero, 2024 02:32

El cofre vacío

Gustavo Martín Garzo. Narrador y ensayista. Última novela: El último atardecer (Galaxia Gutenberg, 2023).

Son varios los consejos que suelen darse a los jóvenes aprendices de escritores. Uno de ellos es que lean, ya que solo teniendo presente la obra de los grandes escritores podrán estar en condiciones de parecerse a ellos alguna vez; otro, que no tengan prisa, la escritura supone un esfuerzo y solo el que está dispuesto a realizarlo sin desfallecer podrá recoger sus frutos.

Aún pueden darse dos más. El primero, que dé la máxima importancia a los detalles, pues solo estos llenarán de vida sus frases y darán verosimilitud a lo que cuenta; y, el segundo, que ame la historia que quiere contar. No basta con tener una buena historia, debe estar convencido de que solo él puede escribirla, de que tiene que ser su historia, y debe expresar su individualidad, su carácter y su manera de ver el mundo.

Ernest Hemingway dice que para escribir hay que estar enamorado, y es cierto. El escritor debe amar sus historias, de otra forma ¿cómo conseguirá que sus lectores las amen como lo hace él? Necesita candor, ingenuidad, pues no hay nada más pueril que interesarse por la vida de los demás y tratar de comprenderlos.

“Para un poeta –dice W. H. Auden– es fácil hablar de guerreros valientes y pícaros astutos sin faltar a la verdad, porque la valentía y la astucia tienen hazañas que les son propias. Mas ¿cómo hablar de los enamorados sin faltar a la verdad? El amor no tiene ninguna hazaña que le sea propia”. Tampoco la tienen los escritores, por lo que no hay nada más fácil que decir tonterías cuando tratamos de explicar a los demás lo que hacen.

En La nueva Melusina, de J. W. Goethe, un joven se enamora de una misteriosa mujer. Viajan por el mundo y un día esta le dice que tiene que irse por un tiempo. Y le entrega un cofre para que lo guarde, con la promesa de no abrirlo hasta su regreso.

Solo teniendo presente la obra de los grandes escritores podrán estar en condiciones de parecerse a ellos

Sin embargo, la vida del joven se complica, pues no tiene ocupación ni dinero, y un día ve una luz que sale del cofre. Mira por la cerradura y ve a su amada en su interior, ya que ese cofre es su morada mágica. La llama y ella accede a reducir su tamaño para que puedan encontrarse.

Pero él, que es caprichoso y egoísta, termina cansándose de la extraña vida que lleva allí dentro y le pide que le devuelva su tamaño para recuperar la que tenía antes de conocerla. Tampoco ahora encontrará lo que busca y un buen día, desesperado al comprender que su amada no volverá, fuerza el cierre del cofre y lo halla vacío.

Escribir es cuidar de un cofre así, empequeñecerse hasta caber por el ojo de su cerradura. Sentir que hay en él algo indecible que tienes que alimentar con tu propia sangre. Algo que no comprendes, pero a lo que inexplicablemente no puedes renunciar, pues si lo haces ¿qué será de ti? ¿Se puede vivir con un cofre vacío?

El novelista belga George Simenon dice que la escritura es una vocación de infelicidad. Y puede que no ande descaminado del todo. 

Escuela de letras

Marta Sanz. Novelista, editora y poeta. Último libro: Persianas metálicas bajan de golpe (Anagrama, 2023).

Tuve la suerte de ser alumna de la Escuela de letras y ahora doy clase en la Escuela de escritores. Si denostara lo que aprendí y aprendo de estas experiencias, sería una cínica. En los noventa, en la Escuela fundada por Bértolo, Gándara y Suñén, comencé a vivir la literatura de un modo distinto al que había metabolizado gracias a la intuición, las lecturas, los experimentos caligráficos y la licenciatura en Filología.

Allí, leímos a Homero, San Juan de la Cruz, el Blues castellano, Cumbres borrascosas, El buen soldado, La conciencia de Zeno, Otra vuelta de tuerca. Conversamos con Rosa Montero sobre Proust y con Guelbenzu sobre poesía simbolista. Millás nos habló del relato y Clara Janés de la fusión orgánica de poesía y música.

Asistimos a un diálogo descacharrante entre Benet y García Hortelano. Chirbes comentó La buena letra y Álvaro Pombo nos dijo que éramos una pandilla de ineptos en manos de unos sacacuartos porque a escribir no se aprende con ejercicios ni con chorradas ni con contrastes entre lo dicho y lo expresado ni puñetas de esas.

Se escribe o no escribe y chimpampún -las onomatopeyas son mías: el recuerdo aporta su propio hilo musical. Javier Marías impartió lecciones, con ortográfico dandismo, sobre el paréntesis. Conocí a personas que, como yo, querían escribir. Notábamos cómo nos salía un ojo-cuerno en mitad de la frente.

Aprendíamos a mirar, íbamos de la introspección a la realidad y viceversa; sin usar grandes palabras abordábamos el conflicto entre lo universal y lo histórico, lo autobiográfico y sus máscaras, y entendíamos que en literatura la manera de decir es lo que se está diciendo, aunque a veces las volutas estilísticas están tan huecas como el prestigioso minimalismo ornamental. Aprendimos a leer textos hasta su meollo y que no hay recetas para la buena escritura.

Hoy, en mis clases, sigo planteando interrogantes en torno a los asuntos que me hicieron pensar cuando tenía veinte años y, a esas preguntas, superpongo incertidumbres y certezas nacidas después de haber escrito un puñado de libros.

A escribir no se aprende con ejercicios ni con chorradas. Se escribe o no escribe y chimpampún

Hay una objeción: a estos centros, cuyas enseñanzas son utilísimas para el desarrollo de las perdidas competencias de comprensión lectora, incluso de la imaginación política, solo acceden individuos que se lo pueden permitir económicamente. Estas enseñanzas deberían formar parte de la escuela y la universidad públicas.

Negar la generosidad de quienes pasaron por la Escuela de letras durante aquellos años y creer que nada nos sirvió sería rechazar el valor de la educación, los relatos y la palabra misma. Sería pensarnos como seres sordos, ciegos e impermeables. Yo no fui sorda ni ciega ni impermeable, y tampoco recibí una instrucción que me convirtiese en sacerdotisa de una secta ortodoxa respecto a los mandamientos de la Verdadera Literatura.

Me ayudaron a comprender que cada historia ha de encontrar su propio lenguaje y a sacar el mayor partido de eso que ya traía de casa: fascinación por las palabras cuyo significado desconocía, intuición, algo salvaje, el currículum de la Facultad de Filología y ese veneno que, como C. Tangana, llevamos dentro quienes nos dedicamos a este oficio tan solitario y tan conversador. 

Catherine Guérard. Foto: Archivo

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