Epicuro, que como seguidor de Demócrito era materialista, creía a pies juntillas en los dioses. Los consideraba felices y eso quiere decir de ánimo imperturbable. Entendía muy bien que se desentendieran de los negocios de los mortales, pues la preocupación los turbaría haciéndolos desdichados. Creía en ellos por intuición directa de la mente, corroborada por el consensus omnium sobre su existencia, toda vez que, según Aristóteles (Ética a Nicómaco 1172 b 35), “lo que todo el mundo cree decimos que es verdadero”.
Cuando todo el mundo cree algo al unísono es porque resulta evidente, manifestum en latín. Luego la evidencia puede llegar a tener una función determinante en el conocimiento de la verdad, tanto la metafísica como la moral. Respecto a esta última, yendo atrevidamente más lejos que el peripatético, soy de la opinión de que la evidencia es su único fundamento.
Cada época ha creído encontrar un fundamento absoluto para los que consideraba sus bienes superiores: la monarquía absoluta había sido establecida por Dios (Bodino), la libertad de los mares venía exigida por la luz de la razón y el mandato de la naturaleza (Grocio), la propiedad individual era de derecho natural (Locke). Sin embargo, con el discurso del tiempo los bienes fundados pasaron o se transformaron sustancialmente, por lo que esos fundamentos supuestamente absolutos no eran tales. ¿Qué significaban entonces tan graves conceptos: Dios, razón, naturaleza? Designaban la pretensión de hallarse ante una radiante evidencia, uno de esos axiomas morales que, a juicio del tratadista, no necesitan prueba explícita porque todo el mundo sensato los toma por obviamente verdaderos.
Ciertamente, nadie ha demostrado empíricamente el valor de la democracia o los derechos humanos, ignorados o menospreciados durante la mayor parte de la Historia y ahora constituidos en el sanctasanctórum de nuestra civilización. ¿Con qué fundamento? El sentir generalizado de que es así. Luego hemos de reconocer en el percibir sentimental de la evidencia –lo manifiesto que salta a los ojos– el sostenimiento único de la moralidad.
De ahí el acierto mayúsculo de los redactores de la Declaración de Independencia de Estados Unidos (1776) cuando, prescindiendo de cualquier otro argumento, proclaman que “sostenemos como evidentes estas verdades” y a continuación se refieren a la igualdad y a ciertos derechos inalienables como la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. He aquí todo cuanto puede decirse: We hold these truths to be self-evident. No hay más.
Al final, lo único importante es la instrucción del ciudadano y la buena educación de su corazón, preparado para aprender a amar
Por supuesto, los sentimientos son mudables, circunstancia que produce sofocos a los temerosos del relativismo moral, pero ¿qué no lo es? Sin duda, están expuestos a la manipulación de los oportunistas, pero ¿hay algo a salvo de estos? Mejor es saberlo: en los asuntos humanos nada es definitivo ni seguro, y tomar conciencia de nuestra condición finita, hecha de la materia voluble del tiempo, nos hace comprender mejor la trascendencia superlativa de la educación sentimental del ciudadano, sobre la que pende el edificio completo de la civilización.
Si sus integrantes se mantienen unidos se debe a esa constelación de evidencias que todos ellos comparten de forma no problemática: sienten lo mismo a la vez aun sin saberlo, y este consenso implícito acerca de esa especie de constitución invisible y no enunciada –decantación de un aprendizaje moral colectivo de una lentitud desesperante pero creadora– permite, en todo lo demás, la pluralidad, la deliberación y la discrepancia.
Al final, lo único importante es la instrucción del ciudadano y, dentro de ella, no tanto la acumulación de conocimientos reglados en su memoria como la buena educación de su corazón, preparado para aprender a “gozar, amar y odiar de modo correcto”, que es como Aristóteles en cierto lugar memorable define la virtud (Política, VIII).