Recuerdo contemplar con asombro, joven aún, los tomos en que se agrupaban las obras completas de algunos de los escritores y estudiosos a los que admiraba. ¡Esas hileras de volúmenes gruesos y compactos, que acumulaban numeraciones intimidantes: tomo IX, tomo XVI, tomo XXIIII…!
Recuerdo haberme preguntado de dónde había sacado, el escritor en cuestión, el tiempo necesario para escribir tanto. Me decía a mí mismo que ya solamente la tarea mecánica de escribir todas esas páginas, sin los trabajos que acarrea discurrirlas, excedía, conforme a mis cálculos, los años que el escritor llegó a vivir.
Ignoraba que la vida da para mucho. Que la vida adulta de una persona que fallece, pongamos, siendo septuagenaria, contiene cerca de 20.000 días. Que a esa persona le basta con escribir una página por día —lo cual no parece exagerado— para, todas sumadas, acumular al final de su vida un buen montón de tomos.
Es una cuenta idiota, ya lo sé, pero sirve para hacerse cargo de que, bien considerado, esas obras completas que se me antojaban antes tan descomunales no lo son tanto. Pensemos en escritores prolíficos, periodistas, polígrafos de toda suerte, capaces de escribir con facilidad varias páginas al día.
En su momento me ocupé de las Obras completas de Ramón Gómez de la Serna en Círculo de Lectores, que dirigía con intrépido heroísmo Ioana Zlotescu. Sumaron veinte tomos de cerca de mil páginas cada uno, y ello sin contar la obra dispersa en diarios y revistas, como tampoco la correspondencia.
No hace falta dedicarse a escribir para, a determinadas alturas, cobrar conciencia de que, entre pitos y flautas, uno lleva escrito, como sin quererlo, el equivalente a centenares, miles de páginas. Yo mismo, por ejemplo, no me considero en absoluto escritor; mi profesión es, propiamente, la de editor, razón por la que paso la mayor parte del día leyendo, si bien en esa forma tan peculiar en que un editor lo hace.
Escribir columnas, reseñas, prólogos, artículos, notas, ensayitos, todo eso —siempre géneros mínimos—, ha constituido, para mí, una tarea marginal, derivada, digresiva o sencillamente complementaria en relación a mi principal actividad, que ha sido y sigue siendo la de editar.
Somos criaturas letradas. Por mucho que no deje huella, nuestro rastro escriturario, como la baba de un caracol, dibuja una línea kilométrica
Pese a lo cual, si vuelvo la vista atrás y hago un simple cálculo a vista de pájaro, todos esos prólogos, reseñas, columnas, artículos, notas, etc., reunidos, darían para varios tomos, ninguno de mucho interés pero en cualquier caso varios. Y eso sin contar lo que constituye el mayor cauce por el que forzosamente se desparrama, ay, mi escritura: esa infinitud de correos que, a diario, me veo impelido a redactar.
Pensémoslo con ecuanimidad. Es fácil que usted, querida lectora, querido lector, sin tampoco considerarse escritora o escritor, tenga por costumbre tomar notas o, por ejemplo, escribir un diario.
Es fácil también que su trabajo, cualquiera que sea, le obligue a redactar informes o exponer cuestiones. Y luego está toda esa tupida red social por la que incesantemente circulan sus propios correos, tuits, wasaps, posts… menudencias, vale, que apenas cuentan para uno mismo como “escritura” y que sin embargo, todo sumado y volcado en papel, arrojaría en algunos casos decenas, centenares, acaso miles de páginas.
Ya alguna vez, desde aquí mismo, he reflexionado sobre el punto de inflexión que ha supuesto la alfabetización digital.
Ya alguna vez he especulado con la posibilidad de que, por primera vez en la historia, escribir venga siendo, para buena parte de la población, una actividad tanto o más frecuente que la de leer.
Somos criaturas letradas. Por mucho que no deje huella, nuestro rastro escriturario, como la baba de un caracol, dibuja una línea kilométrica. Sorprende y abruma pensar en el volumen a que darían lugar nuestras “obras completas”.