¿Queremos un país de trabajadores pobres?
España ha creado una legislación laboral pensada para el inmigrante poco cualificado. Los empresarios también deben ser creativos para aumentar la productividad con mejores salarios.
"Buenas tardes. XXX Outsourcing requiere la incorporación de varios camareros / as para uno de nuestros hoteles de 4 estrellas ubicado en la zona de Ciudad Lineal. Se ofrece un salario mensual de 574,47 euros por la limpieza diaria de 12 habitaciones, percibiendo 2,5 euros por cada habitación extra que se realice. Si estás interesado / a, por favor manda tu cv a xxx@xxx.com. Muchas gracias. Un saludo”.
XXX Outsourcing, la compañía remitente de esa oferta de empleo que apareció publicada en varios portales especializados de internet allá por 2015, era -sigue siéndolo- una de las principales empresas de trabajo temporal de España. Y su anuncio fue seleccionado al azar por Miquel Puig, el economista catalán que ahora acaba de publicar Los salarios de la ira (Els salaris de la ira, La campana, 2021), un muy heterodoxo ensayo sobre la efectiva congelación de los ingresos reales de los trabajadores en Occidente desde la década de los 80 -hace ya más de 40 años-, a fin de ilustrar los estragos menos aireados ante la opinión pública de la última entre las innúmeras reformas laborales que se vienen sucediendo en España desde aquella primera de Felipe González en 1984, la germinal que introdujo la figura de los contratos temporales.
Y es que el convenio colectivo por el que se regían las retribuciones de los trabajadores del sector de la hostelería de la Comunidad de Madrid en el año 2015, norma con fuerza de ley y de obligado cumplimiento, fijaba para los camareros de habitación de los hoteles de 4 estrellas un salario bruto de 17.824 euros anuales.
¿Cómo era posible, pues, que XXX Outsourcing pagase el 30% menos? Pues era posible porque la reforma laboral del Partido Popular había posibilitado convertir todos esos convenios en papel mojado por la muy simple vía de autorizar otros, los de las empresas que externalizan las mismas ocupaciones, donde figuraban por norma salarios mucho más bajos.
Así las cosas, la pregunta hoy pertinente pasa por interrogarnos sobre si eso, retribuir con 574,47 euros al mes a personas que prestan sus servicios en hoteles de lujo madrileños - y no madrileños-, fue absolutamente necesario a fin de que ese sector en concreto pudiera superar la Gran Recesión de 2008.
Ese sector y muchos otros sectores no exportadores en los que, al igual que ocurre con los hoteles madrileños, la competitividad de las empresas no depende de que se puedan adaptar a unos precios finales de sus productos determinados en los mercados internacionales. Expuesto de otro modo: ¿fue y sigue siendo óptimo para la economía española en su conjunto establecer ese tipo de marco regulatorio laboral, el que facilita tanto las grandes devaluaciones salariales en las actividades empresariales orientadas al mercado doméstico donde predomina la mano de obra poco cualificada?
Somos, es sabido, uno de los países con las tasas de natalidad más bajas del mundo y, sin embargo, nuestros gobiernos, todos, tanto los conservadores como los socialdemócratas, han vivido durante los últimos 40 años permanentemente obsesionados con la idea fija de propiciar, y por encima de cualquier otra consideración, el que se crease el mayor número de puestos de trabajo posible.
Un afán crónico, el común a PP y PSOE, basado en el razonamiento compartido de que si se lograse acabar con la "rigidez" de los salarios aumentaría el empleo y, en consecuencia, se podrían reducir nuestras insólitas, vergonzosas tasas de paro. Casi toda la historia económica de la España contemporánea posterior a la muerte de Franco se ha reducido a darle vueltas y vueltas y más vueltas a esa obsesión ecuménica.
¿Y qué ocurrió? Bien, pues ocurrió que tras siete formas laborales, ¡siete!, todas ellas orientadas en la misma dirección, los sueldos fueron bajando sin prisa pero sin pausa, el país logró crear millones de nuevos puestos de trabajo - al punto de llegar a alumbrar en su día, cuando la burbuja, uno de cada tres empleos que se generaban en toda la Unión Europea- y la tasa de paro… siguió siendo demencialmente escandalosa e impropia de un Estado europeo moderno y desarrollado; en todo momento, siempre.
Recuérdese que en el mismísimo clímax glorioso de aquel ensueño colectivo, cuando nos decían que íbamos a superar a Italia y a Francia, en los supremos días de vino y rosas de la España del ladrillo, nuestro instante económico cumbre en lo que llevamos del siglo XXI, las estadísticas del INEM registraban un número oficial de desempleados que ascendía a 1.760.000 personas. Nunca bajó de ahí.
Recuérdese cuando nos decían que íbamos a superar a Italia y a Francia, en los supremos días de vino y rosas de la España del ladrillo
Por lo demás, la explicación al aparente misterio se antoja simple, a saber: España, y gracias a su legislación laboral, ha creado dentro de sus fronteras los empleos que necesitaban Ecuador, Bolivia, Marruecos, Pakistán y Rumanía, entre otros muchos países subdesarrollados, a fin de que sus nacionales menos cualificados encontrarán trabajo en la Península Ibérica.
Por eso, tantos españoles provistos de formación media o superior seguían en las colas del paro mientras decenas de miles de inmigrantes iban engrosando las plantillas de los sectores de bajos salarios. Si lo que ansiamos cara al futuro es ser un lugar pobre y lleno de trabajadores pobres, la estrategia, procede admitirlo, se antoja impecable.
Pero, en caso contrario, tal vez debiéramos replantearnos ya el sentido de, por ejemplo, seguir manteniendo la prevalencia de los convenios de empresa sobre los de sector que, al dotar de un mayor poder negociador a los trabajadores, fijan sueldos más altos que los primeros. Y no porque ello beneficie a los asalariados, sino, y sobre todo, porque también beneficia a los empresarios eficientes y creativos frente a los mediocres.
Nunca hay que olvidar el hecho de que la relación de los salarios con la productividad resulta bidireccional. Los salarios bajos permiten que empresas obsoletas, mal gestionadas, socialmente deficitarias e improductivas subsistan, todo un ejemplo de la destrucción creativa de Schumpeter al revés.
Los salarios altos, en cambio, azuzan a los empresarios para que traten de aumentar constantemente la productividad de sus organizaciones. Mucho más que otra reforma laboral, lo que necesitamos es otra manera de pensar.
*** José García Domínguez es economista y periodista.