Contra la nostalgia de la austeridad

Contra la nostalgia de la austeridad

La tribuna

Contra la nostalgia de la austeridad

16 diciembre, 2021 07:04

Decía Keynes, y decía bien, que lo siempre más difícil a fin de lograr que el mundo avance no es que la gente acepte las ideas nuevas, sino que conceda desprenderse de las viejas e inservibles del pasado. Ideas viejas e inservibles como esa de la austeridad expansiva, ingeniosa antinomia acuñada en su día por Alberto Alesina para tratar de maquillar con un cierto barniz de apariencia científica la cerrazón solipsista de Alemania cuando se negó en redondo a favorecer que los países del sur de la Unión Europea pudieran salir unos cuantos años antes de lo que lo hicieron de la Gran Recesión de 2008.

En medio de aquel desastre económico e intelectual, sobre todo intelectual, arreciaron las voces de los ortodoxos que nos instaban a pensar como las amas de casa diligentes que consiguen mantener equilibrados los presupuestos domésticos merced a atenerse a la muy prudente máxima de nunca gastar un céntimo más de los que llevan en el bolso. Dos siglos de pensamiento económico expresado en cientos de complejos tratados de vocación erudita para acabar concluyendo que las que en verdad saben de esto son las señoras que frecuentan las plazas de abastos en los días de feria.

Como por norma suele ocurrir con los sencillos asertos persuasivos de los sofistas, la retórica de la austeridad suena bien al oído, de ahí su popularidad entre el público desconocedor de que toda esa sobria moralina frugal oculta una flagrante falacia de composición, a saber: conductas individualmente virtuosas pueden devenir catastróficas para la comunidad si las imita el conjunto.

Y es que, tan admirables por muchos otros conceptos, las comedidas madres de familia refractarias al descuadre de sus cuentas hogareñas no suelen disponer, sin embargo, de grandes conocimientos de historia económica mundial comparada. De ahí que no acostumbren a tener muy presentes hechos como, por ejemplo, el hoy estudiadísimo de que la Norteamérica del New Deal volvió a precipitarse, y de cabeza, en el pozo de la recesión más profunda tras incurrir Roosevelt en la debilidad de hacer caso a los portavoces de las viejas ideas que alertaban del crecimiento paralelo de deuda y déficit.

Las comedidas madres de familia refractarias al descuadre de sus cuentas hogareñas no suelen disponer de grandes conocimientos de historia económica

Y tampoco acostumbran a guardar memoria esas beneméritas señoras de otros precedentes parejos, si bien mucho más cercanos en el tiempo, verbigracia lo ocurrido en la propia Europa en 2010, cuando tras dos años de políticas fiscales expansivas, las que comenzaban a propiciar brotes verdes aquí y allá, Berlín nos sacó a relucir a la famosa ama de casa sueva mientras que el doctor ingeniero industrial Jean Claude Trichet, por entonces máximo dirigente del BCE, daba en subir los tipos de interés en medio de la tormenta.

Todo ello a la vez que la Reserva Federal de Ben Bernanke, reputado historiador de las finanzas especializado en el crack del 29, procedía justo del modo contrario ya desde semestres antes. Resultado: Estados Unidos logró dejar atrás la recesión tan pronto como en 2009, algo que en Europa no conseguimos ver hasta 2013.

Cuatro interminables años perdidos y un extremo sufrimiento inútil para la población, todo por prestar oídos otra vez a los albaceas testamentarios de los herrumbrosos juicios inservibles del pasado. Y ahora vuelven. Nada nuevo, pues, bajo el Sol. Con todo, lo peor de la austeridad remite a que nunca sirve para nada. Así, cuando la penúltima crisis nos explicaron que solo saldríamos del hoyo equilibrando las cuentas del Estado por la vía de mutilar el gasto. Pero la máquina podadora, que pronto se volcó con ahínco en la labor, consiguió justo lo contrario: cuantas más y más dosis de austeridad nos administraban, más y más aumentaba la deuda del sector público. Y otro tanto de lo mismo ocurrió allí donde se recetó idéntica medicina, empezando por Grecia y acabando por Portugal e Italia.  Porque ocurre siempre.

Cuantas más y más dosis de austeridad nos administraban, más y más aumentaba la deuda del sector público

Reducir el gasto público en medio de una crisis, ya fuera provocada por una borrachera de endeudamiento privado o por un virus ignoto en febril estado de mutación permanente, tiene como efecto colateral inmediato un incremento de la deuda pública. Ocurre siempre, sí. La llamada austeridad no es más que el motor chirriante de un perverso círculo vicioso.

A más recortes del gasto estatal, más caídas del PIB; a más caídas del PIB, más disminución de los ingresos fiscales; a más disminución de los ingresos fiscales, más necesidad de emitir nueva deuda soberana para financiar el gasto. Y vuelta a empezar con la misma rueda.

El definitivo desastre europeo posterior a 2008, la larguísima recesión autoinfligida que a punto estuvo de llevarse por delante al euro, se perpetuó en el tiempo merced a la fatal arrogancia de unos tecnócratas, los de Bruselas y el FMI, convencidos de que los multiplicadores fiscales, uno de los grandes hallazgos teóricos de Keynes en los años 30, ya no existían en el universo tangible del siglo XXI; pero como las meigas, resulta que haberlos haylos.

Ellos barruntaban que no ocurriría nada por amputar el gasto público. Pero lo que ocurrió fue el derrumbe simultáneo y a cámara lenta de las economías del Sur. Una hecatombe susceptible además de ser cuantificada. Por cada euro que el Estado dejó de gastar en nombre de la terapia homeopática de la austeridad, el valor del PIB cayó en promedio 1,7 euros.

El valor numérico de ese multiplicador negativo fue estimado a posteriori por el propio FMI, que al menos tuvo la honestidad infrecuente de pedir perdón en público por el inmenso error que había implicado su alineamiento militante con los apologetas de la austeridad. Y ahora ocurriría lo mismo, exactamente lo mismo, si en Bruselas cediesen al eterno retorno de los cantos de sirena de las viejas ideas fracasadas. Sería la crónica anunciada de un derrumbe cierto. Otro más.

*** Pepe García Domínguez es economista y periodista.

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