Una teoría de la corrupción
¿Qué se puede decir sobre la corrupción en España con un mínimo de rigor intelectual tras más de 40 años de democracia y varios cientos de casos, en su integridad juzgados y sentenciados, de desvío y ulterior hurto de caudales públicos a manos de cargos electos? De hacer caso a lo que se predica en las barras de los bares, habría que concluir eso de que todos los políticos son iguales. Pero si algo demuestra la evidencia empírica contrastada a lo largo de los años es justo lo contrario, a saber: que no todos los políticos resultan ser, ni mucho menos, iguales. En concreto, lo que certifica la contraposición del prejuicio popular con la realidad es la radical diferencia entre un tipo muy particular y específico de políticos y de altos cargos -los que ejercen responsabilidades en la Administración General del Estado-, y los otros.
Con las preceptivas excepciones en el nivel administrativo superior, la corrupción económica institucional en España, al igual que el nepotismo y las prácticas clientelares crónicas, sus dos inseparables compañeros de viaje, tiende a concentrarse de forma abrumadoramente mayoritaria dentro de dos ámbitos de acción política específicos: las comunidades autónomas y los municipios. Así, el caso de los ERE o la Gürtel, por mencionar dos de los escándalos de esa tipología más célebres en tiempos recientes, no dejan de ser, y más allá de la consideración inicial de que el uno lo protagonizaron socialistas y el otro conservadores, ejemplos de corrupción concebidos y consumados en el ámbito de las administraciones regionales descentralizadas.
Procédase a un muy somero repaso en la hemeroteca y la percepción inmediata será que, por cada caso de corrupción dineraria u otro tipo de delitos parejos que salpiquen a altos funcionarios o a cargos electos que operen en la Administración General del Estado, habrá un mínimo de diez que remitan a las autonomías. Una evidencia palmaria esa que, como todo, debe responder a alguna explicación racional. Porque no puede resultar fruto del simple azar la asimetría tan acusada entre los niveles testados de moralidad en la gestión de los caudales públicos en función, no de la ideología política o cualquier otro rasgo atribuible a la adscripción partidaria de las personas, sino del ámbito territorial de las instituciones donde se cometen los delitos.
Nos tenemos que preguntar, sí, por qué resultan ser en extremo más corruptas las autonomías que el Estado central. Y una primera aproximación a la respuesta, muy inmediata pero por no por ello alejada de la verdad, remite a que el Estado, o su columna vertebral para ser rigurosos, es muy viejo, mientras que las autonomías, por el contrario, son muy jóvenes. Del primero se puede decir que nació en 1874, cuando la puesta en marcha de la Restauración de Cánovas lo comenzó a dotar de su concepción moderna, mientras que las otras suponen una novedad de hace apenas un 'cuarto de hora' en términos históricos. El uno, pues, fue el fruto material de la mentalidad meritocrática y elitista de los estratos rectores de aquella época; las otras, consecuencia directa del sufragio universal y de la legitimación de toda acción política a través del voto popular.
Por cada gran caso de corrupción en la Administración General del Estado, habrá un mínimo de diez en las autonomías
Dos órdenes institucionales con orígenes diametralmente enfrentados, algo que los abocaría a una nunca resuelta tensión permanente entre sus fuentes contrapuestas de validación moral y política. He ahí, por lo demás, la muy desalentadora y pesimista tesis central de Fukuyama en 'Orden y decadencia de la política', acaso su trabajo más brillante y también el menos citado. Los países que, mucho tiempo antes de devenir democracias liberales al uso, lograron dotarse de burocracias estatales extensas, seleccionadas con criterios objetivos y profesionales, estrictamente disciplinadas en torno a principios jerárquicos, amén de imbuidas de ese tipo de sentimiento corporativo común al que suele llamarse espíritu de cuerpo, el modelo de organización estatal cuyo paradigma estaría representado por la Prusia del siglo XIX, consiguieron que esas palancas administrativas conservasen en lo sucesivo su plena separación y autonomía original en relación al poder político.
Así, en el caso de ese modelo ideal prusiano al que apela Fukuyama, ni siquiera los nazis lograron colonizar con sus propios militantes una muy eficaz burocracia estatal que, en lo esencial, ha seguido siendo independiente e igual a sí misma desde los tiempos de Bismarck hasta hoy mismo con Scholz. Todo lo contrario de cuanto ocurrió, y empezando por el paradigma alternativo que encarnan los Estados Unidos, con los países que, a diferencia de los sistemas autoritarios herederos del Antiguo Régimen o de los liberales aferrados al sufragio censitario y la estricta exclusión política de las mayorías sociales, adoptaron una democracia participativa más o menos genuina mucho antes de emprender la labor de construir estructuras estatales modernas.
Por algo, la primera gran democracia triunfante, la norteamericana, también resultó ser la primera gran patria del clientelismo y de la corrupción pública igualmente triunfantes. Lo que en la vieja Prusia era el feudo vitalicio de una élite administrativa altiva, competente, afecta al principio de legalidad, endogámica y distante, en Norteamérica devino bien pronto en un preciado botín repleto de infinitas prebendas a repartir entre los demócratas y los republicanos cada vez que se producía un cambio de mayoría en cualquier nivel de gobierno. Solo una muestra: en 1849, y justo tras llegar a la Casa Blanca, el presidente Zachary Taylor despidió al 30% de los funcionarios del Estado para colocar en su lugar a fieles partidarios suyos.
Era, por lo demás, la norma en la joven república. Y no está nada claro, más bien al contrario, que aquel marchamo clientelar de los orígenes se haya logrado extirpar por completo tras casi dos siglos y medio de independencia. Por no hablar de otros lugares más próximos y caracterizados por poseer Estados de nacimiento tardío e intensa contaminación política de su personal funcionarial desde el mismo origen, como Italia o Grecia, donde esa duda ni se plantea. No, no son nuestros políticos, sino nuestras autonomías quienes arrastran el virus de la corrupción inscrito en su certificado de nacimiento. La llevan en el ADN.
*** José García Domínguez es economista y periodista.