No recuerdo la última vez que lloré -ni en la vida ni en el cine- como lo hice el otro día en la sala estrechita de los Yelmo Ideal viendo Cinco lobitos, la acojonante ópera prima de Alauda Ruiz de Azúa: fue un llanto de estos agarraíto al pecho, de pena jonda, con el rímel corrido, con moquillos aspirados e hipo infantil, salpicado de algún “joder” cuando veía que me asolaba una oleada nueva de lágrimas frescas, una cascada loca mofletes abajo, con las pestañas humedísimas en aquella ducha insólita, milagrosa y bajo techo, empapada toda yo de un dolor original, primitivo, sanguíneo. Fue un llanto total, digamos, porque me lloraban también las palmas de las manos y las vértebras y los lóbulos de las orejas. Me lloraron partes del cuerpo sorprendentes, escondidas: áridas y yermas como la parte de atrás de las rodillas.
Le cogí los deditos a mi amiga Marta Espartero, que estaba tan angustiada que había ignorado las palomitas -será esto grande-, y ya no nos soltamos en lo que quedaba de hostia fílmica, porque a algo había que asirse en aquella tormenta perfecta: a ratos ella me lloraba en el hombro también, sin mirar la pantalla -como cuando algo da verdadero miedo-; en un momento me secó las lágrimas, como una hermana, en otro momento la besé en la frente, como una madre, y al final acabamos partiéndonos de risa en mitad de un puchero -ironizando sobre nuestra propia sensibilidad- porque qué es la vida sino tragicomedia. “Hay que ver el disgusto tan grande que te has llevao’ hoy por mi culpa, hija”, le susurraba yo. “Y en lunes”. Y ella volvía a reírse llorando.
La película arranca con una chavala de 35 años, moderna sana de Malasaña, que se ve desbordada por su reciente maternidad: las grietas del pezón, las de la culpa, el berrido de la criatura -me pregunté cuánto de eso podría soportar una hipocondríaca como yo sin pensar que el nene se me está muriendo en riguroso directo-, la pérdida de la única virginidad relevante, que es la de la inocencia; el despedirse del niñaterío, de la era de los caprichos de jovencita alocada. “Todo lo que no es paternidad es adolescencia”, decía Alberto Olmos a cuenta de su precioso libro Irene y el aire. Incómodamente, creo que tiene algo de razón.
La protagonista, Amaia -gloria a Laia Costa- ve diáfanamente que se le acaba el chollo -el chollo es vivir pensando en el propio coño, no en lo que nace de él-. Cómo será el agobio que maneja que le entran ganas hasta de trabajar, síntoma concluyente de que tu vida íntima está siendo un infierno. La admiré, la sufrí y me sentí una idiota privilegiada: mi día a día, como el de todas las personas sin hijos, consiste en mantenerme viva a mí misma, no a alguien más, no a una nuez de piel suavísima que respira, inquietante y desalfabetizada; no a un diminuto y más bien grotesco vástago que no nos quiere pero nos necesita -y eso jode de algún modo mientras nosotros, a su vez, nos sentimos extraños por algo bien parecido: no lo queremos del todo aún, pero lo necesitamos para sentir que nuestra vida avanza, incluso para insuflarnos respetabilidad-. Está claro que el flechazo era otra cosa: esto es amor construido piedra a piedra desde las ruinas de la adolescencia, desde los gloriosos tiempos del egoísmo. Esto es amor construido después de las fiestas.
La cosa es que la primera parte del filme va sobre esto y mientras se desarrolla te alegras de no tener un retoño desquiciante y de vivir con un periquito, un cactus y una suscripción a HBO, porque entiendes que lo del niño no va sólo de cocinarlo en tus entrañas como a un brownie, sino de protegerlo hasta tu muerte o hasta la suya, y que ese pacto no es con dios sino con el diablo, porque nos herirá letalmente hasta el viento que le roce.
Cuando estás a dos ‘frames’ de ligarte para siempre las trompas de falopio -en un alarde de individualidad y hedonismo peterpanesco-, la película gira y pone el foco en lo fundamental: Amaia se va a vivir un tiempo a casa de sus padres, allá en un pueblecito de País Vasco, para que la ayuden con la crianza y el estrés, y una vez allí, su madre -un personaje exquisito lleno de gracia y maldad, impertinente francotiradora dialéctica interpretada por una brutal Susi Sánchez- enferma de gravedad. Aquí está el pastel. Se te quitan de golpe las tonterías y las ganas de quejarte por un crío para irte a tomar una copa al Tempo II. Qué boba fuiste pataleando al atender al rorro, piensas como espectadora -aunque el enano ni sea tuyo-; ¡era lo mejor que podía pasarte! Lo peor era preparar la muerte de tu madre. La vida que viene frente a la vida que se va. Una vez más: teníamos suerte y la leíamos como si fuese sólo rutina. Pancistas de las pelotas.
Amaia entiende lo sacro del círculo de la vida: ser hija, ser madre de tu hijo y luego ser madre de tu madre, ahora, a su vejez, inválida y vulnerable como un bebé. Es de un dolor bárbaro pero también de una oportunidad luminosa: la de saldar la insoportable deuda de la sangre. Por fin podrás devolverle su amor histórico. Por fin podrás cuidarla como ella hizo siempre contigo. Qué guapa aun tan cansada, mamá, y qué fuerte; la más fuerte todavía.
Cinco lobitos es una película que te hace preguntarte qué tipo de madre quieres ser pero también qué tipo de hija eres. Una película que nos plantea qué tal queremos pero también qué tal se nos quiere, qué tal soportamos las torpezas y las incomodidades de los que amamos pero también qué tal se soportan las nuestras. Un espejo exacto y recolector de todos los pánicos habidos y por haber: una obra maestra del cine de terror con diálogos tan maravillosamente escritos que se vuelven dagas, que nos trasladan a una escena costumbrista con nuestra propia familia... y con nuestras propias taras.
Me gustan las ideas prodigiosas que esboza: que todo el mundo hace no sólo lo que puede, sino también lo que sabe. Que nuestras madres son seres deseantes; que son mujeres al margen de nuestro cordón umbilical. Que con los años nos encontramos en sus gestos -más en los que odiábamos-, pero ya no los odiamos porque ahora las entendemos.
Que siempre nos parecen más brillantes las vidas que no elegimos, pero que en algún momento tendremos que poner en valor la que nos ha tocado. Que una a veces es feliz y no lo sabe. Que nada desespera más a una hembra fuerte que el silencio endémico de los hombres débiles -qué mal cuidan ellos, qué cerrilmente sostienen lo frágil-. Que el clan lo es todo. Que la vida sigue. Que sin raíces se cae el árbol.