En medio de la crisis diplomática que han generado las palabras de Pedro Sánchez, quien tiene "francas dudas" sobre si Israel está cumpliendo o no con el derecho internacional humanitario, concluye la tregua entre Israel y Hamás.
Regresarán, si nadie lo impide, los constantes bombardeos israelíes sobre Gaza. El mundo entero querría que esta "pausa operativa" se convirtiera en un alto el fuego irrevocable. Pero esa posibilidad asoma cada vez más remota.
Israel pretende destruir a Hamás, eso no ha cambiado. Y los gazatíes aspiran a sobrevivir un día más. Eso tampoco.
El acuerdo que se ha logrado en Catar ha procurado siete días de una tensísima calma que, en realidad, no lo ha sido tanto. Porque los israelíes han liberado a presos palestinos, pero al mismo tiempo han encarcelado a muchos más durante sus redadas nocturnas en Cisjordania.
Hamás, por su parte, ha liberado a decenas de rehenes, en concreto a la tercera parte de los presos palestinos que ha recuperado de las cárceles. Pero también ha cometido atentados, como el último en Jerusalén, que mató a tres personas e hirió a otras ocho que esperaban un autobús. Israel abatió después a los autores del atentado.
Y, sin embargo, en medio de todo esto, hay cierta sensación de paz. Sensación ahora sacudida en el terreno diplomático al decidir Tel Aviv la retirada de su embajadora en Madrid.
Resulta asombroso que los hombres se puedan poner de acuerdo y dejar de asesinar unos días. Sólo unos días.
Pero esto no es una guerra. Primero porque uno es un Estado con uno de los ejércitos más poderosos del mundo y el otro no tiene ni siquiera el reconocimiento de muchos países, ni mucho menos alberga a un gran ejército. Sólo milicianos que, sí, es cierto, pueden cometer las tropelías más injustificables.
Pero es verdad, al mismo tiempo, que estas no son gratuitas. La acumulación de varias generaciones maltratadas y acosadas, el bloqueo y una miseria casi absoluta generan, cómo no iban a hacerlo, una sensación de atropello e injusticia, de abuso y angustia que, mal canalizadas, pueden desembocar en el horror en todo caso inexcusable del 7 de octubre.
Como acaba de manifestar el papa Francisco tras ver a delegaciones de unos y de otros, y comprobar el dolor de ambos, esto, efectivamente, no es una guerra. Es terrorismo, y las dos partes deben avanzar hacia la paz.
Pero ese deseo de Bergoglio no parece que vaya a ser mucho más que eso: una pretensión idealizada con escasas posibilidades de transformarse en realidad.
En parte, el apoyo masivo de Occidente a Israel parece una rémora a la resolución definitiva del conflicto. Sorprendentemente, en Europa, sólo España se muestra equidistante de los intereses de ambos en el conflicto. Y eso le ha valido al Gobierno español la perplejidad de algunos socios europeos, el reciente contraataque por vía diplomática del primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu (cuyo Ejecutivo califica de "vergonzosas" las palabras del presidente español), y el insulto de la oposición conservadora.
Y es verdad que, como señaló el expresidente estadounidense Barack Obama, lo que hizo Hamás "fue horrible y no tiene justificación". Pero, como también subrayó, la ocupación y lo que le está sucediendo a los palestinos "es inaguantable".
Sólo siete días de paz. Un paréntesis acogedor en medio de las ruinas de Gaza y de las bombas israelíes, de los túneles y los tanques, de los rehenes por liberar y los niños por morir, convertidos, unos y otros, en víctimas de, una vez más, la más contundente arbitrariedad humana.