El premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez.

El premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez.

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Gabriel García Márquez y Barranquilla

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Creía que siempre llevaría el periodismo en la sangre, pero era una alucinación.

Todo empezó recién cumplidos los ocho años, esa tierna edad en la que apenas has aprendido las tablas de multiplicar. En esa época pensaba, ingenua de mí, que redactar consistía en juntar palabras. Me equivocaba.

Un día, la monja encargada de las clases de gramática nos pidió una redacción sobre nuestra mejor amiga, que en mi caso era Lupe. La describí como "una chica rubia, de trenzas finas, ojos grises y una altura indescifrable". La profe me devolvió la redacción con la palabra "indescifrable" subrayada en lápiz rojo.

El escritor colombiano Gabriel García Márquez.

El escritor colombiano Gabriel García Márquez.

Aquel gazapo ortográfico, sin embargo, no me hizo desistir de la afición a las palabras raras. Al contrario, aún las empleo de vez en cuando.

Con el tiempo fui ganando puntos y comas, subjuntivos y adverbios. Saltaba de curso en curso con habilidad gramatical.

Pero llegué a la Universidad y no me quedó más remedio que bajarme los humos y seguir las pautas de Gabriel García Márquez, del que había leído algunas quejas sobre la maldita ortografía.

Todo iba bien hasta que, instalada profesionalmente en el periodismo, una dolencia ocular me mantuvo parapetada tras unas gafas oscuras y a partir de entonces fui incapaz de escribir dos líneas seguidas. Había trabajado en Pueblo, Informaciones, Diario 16 y El Mundo. También en buena parte de las publicaciones que nacieron y murieron durante el franquismo.

Aunque los ojos me atormentaran, no pensaba dejar de escribir por mucho que el glaucoma tratara de impedírmelo. No sé cuántos oftalmólogos visité a lo largo de aquellos años, pero fueron muchos. Más de los que yo pensaba.

Ninguno me ha dado esperanzas: sólo colirios.

Confío en los médicos, y no pienso ir a Lourdes en busca del milagro. Me basta con antifaces para dormir y gel de hialurónico para refrescar la córnea. Con eso es suficiente.

Una tarde, cuando a punto estaba de arrojar la toalla, le pregunté a una amiga que se llama Carmen Rosa, como una amiga de Gabo.

-¿Tú me leerías libros?

-¿En plan The Reader?

-Exacto. En plan The Reader.

- Pues claro. Cuenta con ello.

Aquel día Carmen Rosa empezó a leerme. El primer libro fue La suite francesa, de Irene Nemirovsky. Luego vino Manual para mujeres de la limpieza, de Lucía Berlín, y así sucesivamente. Sin olvidar a García Márquez y su biografía Vivir para contarla.

El libro relata algunas miserias de juventud, de cuando estaba en Barranquilla y ya soñaba con escribir en los periódicos.

Uno de aquellos años, Eligia, la madre de Gabriel, dispuso que el chico pidiera plaza en el colegio San José, un internado de Jesuitas que le permitiría ascender pronto de nivel. Periódicamente, Gabo (Gabito) escribía a su madre y ella le devolvía las cartas corregidas. Sobre todo corregidas. Ella no soportaba las faltas de ortografía.

Suena a cachondeo y a lo mejor lo es. Teniendo ya una edad avanzada, Gabriel detestaba la ortografía y metía todo el rato la pata.

Respecto al escritor colombiano me complace recordar que hace un año se estrenó en las librerías En agosto nos vemos, lo último de su cosecha póstuma. O de la cosecha de Rodrigo y Gonzalo, sus hijos, que según advierten los seguidores del Nobel, aprovecharon algunos apuntes encontrados en el estudio mejicano del escritor.

El libro llegó precedido por el ruido del éxito que se le suponía a todo lo que escribía. Pero el éxito no fue tal. Los hijos de Gabo habrán imaginado quizás al escritor refunfuñando en su tumba y maldiciendo su suerte.

Las obras finales de los grandes autores nunca debieron ser escritas. Es el caso de Memoria de mis putas tristes o En agosto nos vemos, desafortunadas a su pesar, que siempre envidiarán el éxito de El amor en los tiempos del cólera.

Todavía me estoy riendo al evocar su lectura.

Este invierno hemos conocido la serie televisiva que se ha rodado sobre Cien años de soledad (1969), una novela magistral cargada de sabiduría y cuya versión cinematográfica dábamos por imposible. Pero los guionistas desbrozaron minuciosamente las páginas del libro inspirado en Macondo y de él nació una serie de ocho capítulos con su ramillete de personajes dentro.

¡Cómo la he disfrutado!