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El humo de los botes apenas permite ver nada. Poco más que las pelotas de goma que vuelan desde las escopetas de la policía y el suelo, para huir corriendo a ponerse a cubierto. De pronto, empiezan a sonar pequeñas explosiones: los grises ya no disparan material antidisturbios. Ahora tiran balas de verdad con su arma reglamentaria. Se oye un grito:
–¡Hijos de puta, me han dado!
En el suelo, un chaval de 18 años, alto, moreno y con una cazadora marrón, se desangra.
Aquella mañana del 4 de diciembre de 1977, Manuel José García Caparrós salió a la calle con la ilusión de pelear por conseguir una Andalucía autónoma que se librara de una vez por todas de los grilletes que le habían impuesto 40 años de dictadura franquista. Que su tierra se sacudiera de encima de una vez por todas el paro, la miseria y el analfabetismo. Lo hizo como otros 200.000 malagueños, y como cerca de dos millones de andaluces en las otras siete provincias e incluso en Barcelona y Madrid.
El hijo de Carmen y Manuel no era nadie. Tan sólo un muchacho normal que llevaba poco más de dos años trabajando en la fábrica de la Cerveza Victoria después de haber dejado su primer empleo en Juguetes Carrión, y que allí se había afiliado a Comisiones Obreras. Pero la política no le despertaba un especial entusiasmo; en su casa jamás se tocaban esos temas. Mucho más le apasionaba, por ejemplo, el fútbol: era un malaguista tan acérrimo que seguía al equipo de sus amores junto a su padre por todos los campos de España. También le gustaba el rock andaluz, que empezaba a despuntar en aquellos años con el sonido de Triana.
Sus hermanas, Puri, Paqui y Loli, también eran una parte fundamental de su vida. Sobre todo las dos últimas, que eran más pequeñas que él. La noche antes de la manifestación, que sería la última, la pasó con ellas, porque la mañana de aquel sábado se había levantado temprano, había sacado los muebles de su habitación y había comprado pintura para pintarla. Como por la noche todavía el olor era muy fuerte, su madre le preparó una cama pequeña en el cuarto de sus hermanas. Tampoco había terminado la faena, y pensaba rematarla cuando volviera a su casa el domingo. Pero la habitación se quedaría como él la dejó: sin terminar, con las paredes a medio emblanquecer.
Paqui y Loli regentan ahora un bar en Fuengirola. Allí, entre el ruido de la máquina de café y el de la tele emitiendo la telenovela de sobremesa, recuerdan con una sonrisa lo cariñoso que Manolito era con ellas: “Era un niño muy noble, muy bueno, muy protector de sus hermanas, porque, claro, como éramos más chicas… Estaba siempre muy pendiente de sus hermanas”.
Pero, de pronto, se les cambia la cara cuando profundizan en sus recuerdos: “Muchas veces quisiera una preguntarle tantas cosas… Pero esas cosas se van y ya no vuelven”.
La alegría terminó en tragedia
En la mañana del 4 de diciembre, las calles de Málaga respiraban un aire de fiesta. Aunque el cielo negro y la lluvia desnaturalizaban el paisaje, y quizá presagiaban lo que luego ocurriría, nada impidió que cientos de miles de malagueños se sumaran a la marea que inundaría las calles de la capital de la Costa del Sol desde el antiguo Hospital Noble hasta el Puente de las Américas. Familias enteras, con los niños de la mano, a hombros o incluso en el carrito, y muchísimas banderas blanquiverdes. Muchas más de las que cabría esperar: no hay que olvidar que Franco hacía apenas dos años que había muerto en la cama. Sólo se pedían tres cosas: libertad, democracia y autonomía.
Recuerda bien aquella fiesta Rafael Rodríguez. Este periodista malagueño, que acababa de rebasar la veintena por aquel entonces, contó la manifestación en directo para Radio Juventud de Málaga. Era la primera transmisión que se hacía en directo que no fuese para narrar el fútbol o las corridas de toros. Desde la azotea de un edificio cercano a la Diputación de Málaga, en la Plaza de la Marina, tenía una posición privilegiada.
“Conocíamos en el edificio de al lado a una familia, así que les pedimos que nos dejaran el teléfono, le quitamos la rosca, le pusimos pinzas al teléfono, tiramos cable y yo me coloqué en la terraza del edificio al lado de la diputación a ver qué es lo que pasaba”, cuenta sobre un tiempo en el que las unidades móviles aún no existían y los teléfonos móviles eran ciencia-ficción.
Pero la posición, tan cerca de la Diputación, no era casual: “Nosotros sabíamos que allí iba a pasar algo”.
En los días previos a la manifestación, el presidente de la Diputación, Francisco Cabezas –Pancho, como se le conocía–, un franquista recalcitrante que gozaba de la simpatía del búnker, se había negado por todos los medios a colocar la bandera andaluza en el balcón principal del edificio. Málaga sería la única capital andaluza que no contaría con su bandera. Llama la atención que, sin embargo, la blanquiverde sí que estuvo presente aquel día en el palacio Episcopal.
Aquella decisión de Pancho Cabezas hizo que el ambiente se caldease. “Yo llevaba el informativo de las 12 de la noche en Radio Juventud de Málaga, todos los días anteriores iban los miembros de la comisión organizadora de la manifestación para animar a la gente a que participara y desde que se conoció que Cabezas no iba a poner la bandera pues, lógicamente, había un cabreo tremendo y era todo el mundo en contra del presidente de la Diputación. Por eso sabíamos que algo iba a pasar en el entorno de la Diputación por cómo estaba el ambiente”, recuerda Rafael Rodríguez.
Las calles de Málaga estaban desbordadas de tantos manifestantes como había marchando pacíficamente sobre ellas. Ni siquiera entraban en las provocaciones que proferían los grupos de extrema derecha, entre ellos Fuerza Nueva y el Frente Anticomunista Español, que entonces tenían muchísimo poder en Málaga. La noche antes de la manifestación arrancaron todos los carteles, llenaron el recorrido con simbología ultraderechista y pintaron las palmeras con la bandera nacional. Aquel día se colocaron cerca de la Diputación con dos pancartas y dos grandes banderas de España.
Pero a su paso por el edificio, todos los manifestantes repetían el mismo gesto: giraban la cabeza hacia allí. Se escuchaban insultos, se pedía a gritos la dimisión de Cabezas y se lanzaban algunas naranjas que habían cogido de los árboles o del suelo. Hasta que alrededor de la una y veinte, cuando la mitad de la manifestación ya había pasado por aquel sitio, un muchacho decidió ir más allá.
Se llamaba Juan Manuel Trinidad Berlanga y tenía 18 años. Con una bandera blanquiverde en la mano, comenzó a trepar por el muro de piedra de aquel edificio. Rafael recuerda bien ese momento: “Parecía imposible. Era una fachada dura, árida, de un edificio de estos antiguos, durísima para poder escalarla. Pero llegó hasta arriba”. Y nada más pisar el balcón central, se abrió una ventana y entre dos policías lo metieron al interior del edificio para detenerlo.
Nadie se había dado cuenta hasta ese momento, pero la Diputación estaba llena de policía armada, que comenzó a salir. También salieron agentes de las lecheras que había aparcadas en la calle Sancha de Lara, justo detrás de la Diputación, y en el puerto. La actuación fue brutal, absolutamente desproporcionada. Volaban los botes de humo y las pelotas de goma, y la furia de las porras se descargaba contra todo aquello que se pusiera por el camino: daba igual si era hombre o mujer; adulto, anciano o niño. Aquellas cargas bestiales convirtieron la fiesta en tragedia.
Los incidentes en los alrededores de la Diputación hicieron que la manifestación se partiera en dos. Por un lado estaban los que se quedaron rezagados, viendo cómo se desarrollaban los acontecimientos o huyendo por los callejones para ponerse a cubierto. Por otro, los que siguieron adelante con la manifestación, ajenos a lo que estaba ocurriendo a sus espaldas, hasta llegar al final en el Puente de las Américas. Allí, el diputado del PSOE Rafael Ballesteros pronunciaría el discurso autonomista que habían consensuado todos los partidos.
La bala que mató a Caparrós
La violencia que se vivía en las calles comenzó a escalar por momentos, y los más jóvenes respondían con piedras a las embestidas de la policía. En cuestión de minutos, el centro de Málaga se convirtió en el escenario de una auténtica batalla campal. Especialmente crudos fueron los episodios que se vivieron en la Alameda de Colón y el Puente de Tetuán. A los enfrentamientos de los grupos más radicalizados con la policía se sumó una masa de gente que volvía al centro de la ciudad una vez que habían terminado los actos del Puente de las Américas y se encontró con aquella tragedia.
Los policías, al sentirse acorralados por tanta gente, echaron mano a sus pistolas reglamentarias y comenzaron a disparar.
Juan de Dios Mellado, redactor jefe del periódico Sol de España y corresponsal de las revistas Cambio 16 y Panorama en aquel momento, recuerda a la perfección aquellos trágicos sucesos, que contó en primera persona: “Viví aquellos momentos de tirarse uno cuerpo a tierra como si estuviera en la guerra, porque aquellos disparos eran de verdad”. También recuerda como Francisco Román, diputado del PSOE, y Francisco de la Torre, de la UCD y actual alcalde de Málaga, se acercaron a un policía que Mellado describe como un hombre “imponente, grueso, de casi 1,90 de altura y más de 90 kilos”, para pedirle que guardaran sus pistolas.
–¿Qué están haciendo? ¡Oiga, que aquí hay mujeres y niños!–dijeron los diputados.
–Nosotros también tenemos mujeres y niños–respondió el policía.
Pero ya era demasiado tarde. En la esquina en la que confluyen la Alameda de Colón y la calle Vendeja, delante del número 5, García Caparrós ya ha recibido el disparo en el costado izquierdo que acabaría con su vida.
Entre varios manifestantes intentan moverlo para que alguien pueda socorrer al muchacho, que se está desangrando. Con él llegan hasta el puente de Tetuán, donde se acerca una persona que terminará siendo muy relevante: Carlos Carmona.
El extraño Simca 1000 blanco
Aquella mañana, Carmona, un estudiante de medicina de 22 años, acudió a la fiesta que iba a ser la manifestación con una idea muy clara de lo que para él significaba la autonomía: “Quería que Andalucía dejara de ser la pandereta de España, sabía que esta tierra tenía potencial para industrializarse y para prosperar. Eso era lo único que pedíamos”. Salió a la calle con su pareja y algunos familiares más y recuerda la alegría en la cara de la gente.
Estuvo muy cerca de la Diputación en el momento en el que Trinidad Berlanga comenzó a trepar la fachada y recuerda, primero, la indignación de la gente cuando lo detuvieron, y luego el miedo cuando comenzaron las cargas policiales. También rememora cómo en aquel sitio empezaron a aparecer los cachorros de la extrema derecha y la impunidad que tenían –años más tarde, Francisco Quintero Jiménez, destacado miembro de Fuerza Nueva, contaría a Rosa Burgos que comentaron que “si la quita [la bandera española], lo matamos” y que él llevaba encima en ese momento “una 38 mm preciosa”–.
Carmona, que entonces estaba afiliado a la CNT porque tenía mucha implantación en la facultad de Medicina, echó a correr cuando empezaron los altercados y trató de seguir el curso de la manifestación con su familia, pero al poco tiempo se arrepintió y decidió volver a donde se estaban produciendo las cargas policiales. “Sentía que allí le estaban pegando a los míos y yo no me podía ir sin más”, dice.
Logró reunirse con un grupo de jóvenes y montar una especie de barricada cerca del puente de Tetuán, desde donde se enfrentaban a la policía con piedras. El humo lo cubría todo y apenas se podía ver ni respirar. En un momento, este grupo decide salir para moverse y coger una nueva posición, pero Carmona recuerda cómo una voz de mujer, a la que le resulta imposible poner rostro, les hizo cambiar de idea.
–¡Están disparando! ¡Están disparando!
Entonces alcanzó a ver a un policía con el arma en la mano. Alto, fuerte, moreno, adulto sin ser demasiado mayor, de unos 40 años. Con dotes de mando. “Tenía que ser un cabo, porque se le notaba que era el que dirigía a los demás”. Una descripción que coincide con la que hace Mellado.
Al girarse, se encuentra a García Caparrós tirado en el suelo. Los conocimientos de sólo dos años de universidad le invitan a acercarse para ayudar en lo posible. “Yo por supuesto que no lo conocía. Sólo vi que tenía un punto negro en el costado y que perdía mucha sangre. Sabía perfectamente que eso era una bala”.
Lo metieron como pudieron en un Simca 1000 de color blanco que estaba esperando en el puente. El conductor estaba ya dentro. “Yo no tenía ni idea de dónde había salido, pero en ese momento era lo único que teníamos y había que llevarlo al hospital”. Carlos se montó en el coche con García Caparrós sobre él y un policía fue tras él con la porra en la mano. “Yo me cubrí la cabeza como pude y sólo decía: ‘¡Llevo un herido!, ¡llevo un herido!’”. De repente, un mando se acercó a aquel agente y le pronunció unas palabras a las que Carlos Carmona todavía no encuentra una explicación: “No te preocupes, que esto está controlado”.
De cualquier manera, pudieron emprender la marcha hacia el hospital Carlos de Haya en aquel Simca el moribundo Caparrós, Carmona y aquel misterioso chófer. Carmona lo describe como “un hombre grande, como de pueblo, con el pelo claro y que iba arreglado sin ir elegante”. No pudo verle la cara, porque jamás se giró.
El joven estudiante de Medicina se desesperaba durante el trayecto, porque Caparrós, que hasta ese momento había estado desmayado, empezaba a moverse. “Se me escapaba por todos lados, no podía sostenerlo. Yo le decía al conductor que acelerara, que sacara un pañuelo por la ventana, que llevábamos un herido, pero no contestaba. Entonces le grité: ‘¡Joder, toca el claxon!’. Y las únicas palabras que dijo en todo el trayecto, sin girarse, fueron: ‘Este coche no tiene claxon’”.
Cuando llegaron al hospital, Carmona ayudó al camillero a meter dentro a García Caparrós, pero cuando lo saca del coche se da cuenta de que lleva los pantalones empapados de sangre. En cuanto lo vieron los médicos, le dieron la noticia: había entrado siendo cadáver. “Me dieron dos tranquilizantes, y lo que me dicen es que me vaya a mi casa y que tenga cuidado, que allí ya no puedo hacer nada”. En ese momento se hundió. Pero se recompuso como pudo e hizo caso. Al salir del edificio, vio cómo cuatro policías entraban corriendo al hospital. Le entró tanto miedo que salió corriendo para su casa.
La bala también atraviesa la vida de Carmona
Al llegar al piso de estudiantes que compartía con otro compañero, se llevó una desagradable sorpresa: lo vio recogiendo sus cosas junto a su tío, que era policía, y que le metía prisa para que se marchara de allí. Carmona no entendía lo que ocurría, pero el tío de su compañero fue franco con él. “Me dijo: ‘Mira, tienes que tener mucho cuidado porque van a ir a por ti, deberías echarte un arma al bolsillo porque esto es peligroso. Hasta yo tengo que ir armado’, y me enseñó la pistola. Yo evidentemente no me eché ningún arma al bolsillo, pero me acojoné”.
Salió del piso hasta una plaza cercana y allí se sentó a reflexionar en todo lo que había pasado. En cómo, en cuestión de horas, su vida había cambiado para siempre por una bala asesina que encontró el cuerpo de una persona a la que no conocía, pero que le terminaría condicionando el destino. En la plaza se topó con un compañero anarquista y le contó, por encima, todo lo que había ocurrido. Este amigo le ofreció refugio, pero tuvieron que salir corriendo cuando vieron a la policía entrar en el portal del piso de estudiantes. Se dieron cuenta de que iba en serio. Desde entonces tuvo que vivir refugiándose en casa de conocidos y de familiares.
A los pocos días, dos hombres fornidos se le acercan y le piden, de manera muy amable, que les acompañe. Por el acento, nota que no son malagueños, si no de Madrid, donde Carmona había pasado nueve años viviendo antes de regresar a Málaga. Lo conducen al Palacio de la Aduana, hoy Museo de Málaga, pero entonces sede del Gobierno Civil y de los calabozos de la policía. O lo que es lo mismo, el equivalente malagueño de la DGS.
Carmona iba preparado para lo peor: en aquel sótano se practicaban todo tipo de torturas a militantes de izquierdas y de partidos democráticos durante la dictadura. Sin embargo, cuando llega se encuentra a un policía alto y delgado, el comisario Gallego, y otro más grande y más fuerte, que era José Sainz, el subdirector general de Seguridad. El tono del interrogatorio siempre fue correcto, no hubo violencia física ni coacción de ningún tipo. Tan sólo destaca que le ponían mucha presión con los detalles: las cantidades exactas de personas a su alrededor y lugares concretos donde se desarrollan los incidentes.
Lo único que no cuenta durante el interrogatorio es que ha visto al policía disparar. “Yo no me podía fiar de nadie, pensaba que mi vida dependía de eso, por eso no podía decirlo”, cuenta angustiado.
Ni siquiera delante del juez, en su declaración, menciona este hecho. Tampoco el ambiente favorecía que se abriese: lo primero que hizo el juez fue dejar fuera de la sala al abogado y preguntarle que por qué había intentado agredir al policía que le pegó con la porra dentro del Simca blanco, cuando lo único que trató de hacer era cubrirse.
Fue allí, en los juzgados, donde se encontró por primera vez con el padre de Caparrós. En los pasillos, cuando él salía de declarar, se cruzaron. El padre del joven asesinado lo reconoció, levantó la mirada e inició una conversación que aún hoy sigue humedeciendo los ojos de Carmona:
–¿Tú ayudaste a mi hijo?
–Sí
–Por lo menos no murió solo…
Su hija Loli, la más pequeña de la casa, recuerda cómo se enteró su padre de que habían matado a su hermano. Ella era la única hija que estaba en ese momento en aquel piso del número 67 de la calle La Unión. Su hermana Puri, la mayor, se había ido de fin de semana a un pueblo con su marido y su hijo; Paqui estaba trabajando y se enteró en el autobús de que habían matado a un muchacho, pero jamás se imaginó que sería su hermano.
“Serían sobre las cinco y media, y se presentó un celador del hospital Carlos Haya preguntando que si allí vivía mi hermano, y yo llamé a mi padre y le dije: ‘¡Papá, están preguntando por Manolito!’”, cuenta Loli. Entonces su padre salió a hablar con ese hombre, pero en ningún momento le dijo que estaba muerto, ni que le habían disparado, sino que había tenido un accidente de tráfico y estaba muy grave.
Cuando llegó al hospital, Manuel tuvo que batallar para que le mostraran el cuerpo de su hijo, y pudo comprobar que no había ningún signo de accidente de tráfico, sino un agujero en su costado izquierdo, por debajo de la axila, y otro en el derecho. La trayectoria de la bala que le había atravesado el cuerpo y le había quitado la vida.
“Cuando mi padre volvió a mi casa, parecía que le habían pasado por encima veinte años”, recuerda Loli con las lágrimas saltadas.
Desde entonces, comenzó una lucha por aclarar lo que le había pasado a su hijo aquel 4 de diciembre, alrededor de las dos la tarde. Para ello contrató a uno de los mejores abogados de Málaga, Alfredo Martínez Robles, pero se fueron encontrando una puerta cerrada detrás de otra. Además, tampoco duró mucho ese impulso, porque aquella bala no sólo atravesó el cuerpo de Manuel José García Caparrós, sino que marcó de tragedia a toda su familia.
Una familia rota
“Ponte en mi pellejo: un hermano joven, sano, de la noche a la mañana te lo matan. Que al poco tiempo tu madre caiga, y luego tu padre. Todos, uno detrás de otro. No se lo deseo a nadie”.
La frase de Loli resulta impactante, pero lo es aún más el relato de esa desgracia. Cómo su madre, al enterarse de que han matado a su hijo, enferma. A la semana, se encuentra un bulto en el pecho que no se quiere tratar y fallece a los dos años. “Los médicos nos dijeron que tuvo hasta suerte, porque si en vez de en el pecho, le da en la cabeza, la hubiera matado en el acto”. Loli, Paqui y Puri pierden a su madre al poco tiempo de perder a su hermano. Las dos primeras apenas tienen 14 y 17 años, respectivamente. Pero a los cinco años perderían también a su padre “de lo mismo”. “Si es que se murieron de pena, porque ellos estaban muy bien y a consecuencia de lo de mi hermano fueron deteriorándose poquito a poco. Cada día parecía que les había pasado un año por encima”, cuenta.
“Nosotras siempre nos hemos sentido desamparadas. Solas. Nadie nos ha ayudado. Ahora es cuando tenemos algo más de apoyo. Pero en aquellos tiempos, nadie. Ni Comisiones Obreras, ni Izquierda Unida. También porque en aquella época no eran muy fuertes… Pero nadie, nadie, nadie. El apoyo ha venido de los últimos 20 años para acá, pero después, a nivel personal, si nosotras necesitábamos algo, si estábamos bien, eso nadie. Nadie nos ha echado una mano. Ni un simple psicólogo para consolarnos”, narra Paqui.
Vivieron un auténtico calvario, pero no se rindieron y siguieron luchando para tratar de resolver el misterio de la muerte de su hermano. Ellas solas, sin ayuda de nadie y con la única esperanza de saber la verdad.
“Estamos cansadas de buscar la verdad y no encontrarla nunca. Estamos cansadas de que hayan pasado 40 años y siga habiendo ese pacto de silencio”, dice Paqui.
¿Por qué disparó la Policía?
Juan de Dios Mellado y Rafael Rodríguez formaron, junto a los también periodistas Juan Barber, Rafael Salas y Vicente Almenara lo que se denominó el Equipo 4 de diciembre, y que daría a luz, en apenas tres noches, al libro Morir por Andalucía. Una narración en primera persona de los acontecimientos que tuvieron lugar aquel día y que tuvo que ser editado en Barcelona por miedo y por falta de medios en las editoriales andaluzas. Aquel libro, que en palabras de Mellado era “probablemente, el primer libro-reportaje que se publicaba en España”, fue el primer puñetazo sobre la mesa para arrojar algo de luz al caso.
En aquel libro quedó recogida toda la brutalidad que la policía empleó en las calles de Málaga en los días posteriores a la muerte de Caparrós a través de sus conversaciones radiofónicas, que el grupo fue capaz de intervenir. Durante tres días, después del asesinato de Caparrós, el multitudinario entierro y la huelga general que lo sucedió, Málaga se convirtió en una auténtica guerra de guerrillas, con brutales enfrentamientos en las calles y saqueos en los comercios. Hasta la capital de la Costa del Sol se desplazaron las fuerzas especiales de Linares y Córdoba, “los del pañuelito”, cómo se les conocía en las calles, y se les daba órdenes como esta:
–Bien, bien, ve desalojando, pero haced el favor de bajar a la gente de los coches y pegadles muy fuerte, muy fuerte, al que veáis. No dejad a la gente que se mueva, con los coches corriendo, gente al suelo, gente arriba, gente otra vez pegando. Dame el enterado.
–Bien, enterado.
–Mira, lo que hay que hacer es llegar a las bocacalles, bajar a la gente de los coches, trasladar los coches, pegarle muy fuerte, salir detrás de ellos y volver a recoger a la gente, y así poco a poco. Lo que no se puede hacer es tener al personal todo el día tirando botes. Se tiene que coger los coches, cargar contra la gente que encontréis, pegar al contragolpe, vuelve a coger a la gente y síguela, y otra vez, y así sucesivamente, y eso es lo que hay que hacer.
Pero ¿por qué disparó la policía aquel 4 de diciembre que asesinaron a Caparrós? La hipótesis que maneja Mellado, y que se reforzó después de ver actuar a las fuerzas especiales, es que aquellos policías del puente de Tetuán no tenían preparación. “Se acojonaron. Cuando vieron a la gente que volvía del final de la manifestación, se vieron acorralados y se acojonaron. Y yo he visto después, en más de una ocasión, que en situaciones así, cuando uno saca la pistola, la sacan todos”.
Rafael Rodríguez añade que nadie les dio esa orden y que actuaron por cuenta propia. Además, cree que a Enrique Riverola, el gobernador civil de la ciudad, lo engañaron. “Lo que tengo constatado que le dijeron al gobernador es que estaban asaltando la Diputación y entonces él dice que hay que actuar. Pero la orden que yo tengo constatado que dio fue de disolver a la gente, no de atacarla. Y la policía no, la policía claro que la disolvió, pero de una manera brutal, descargó allí toda la munición que tenía, botes de humo, balas de goma. Una cosa bestial”.
Rodríguez señala como principal culpable de los sucesos que ocurrieron en Málaga aquel día a Pancho Cabezas, que dimitió aquella misma noche. “Todo fue por una bandera. Si el presidente de la Diputación hubiera colocado la bandera en el balcón central como hicieron en el resto de provincias, aquí no hubiera pasado nada, como en el resto de Andalucía. Hubiera sido una jornada de fiesta”, pero aquella bandera le acabó costando la vida a Manuel José García Caparrós.
Estos periodistas que estudiaron de cerca el caso llegan a la misma conclusión: que el sumario fue una chapuza. No hubo ningún policía expedientado, a pesar de que varios declararon haber sacado la pistola. A algunos se les dio la baja por enfermedad para que pudiesen evitar la declaración. A otros, se les reubicó a los pocos días para protegerlos. Una serie de favores que, sin embargo, fueron dejando un rastro. Una línea de puntos que alguien uniría 30 años después.
¿Quién mató a García Caparrós?
Aquella mañana del 4 de diciembre, pero en Granada, una jovencísima estudiante de Derecho salió también a la calle a manifestarse con algunos de sus compañeros. Tuvo que salir corriendo, porque al final de la misma, los grises entraron con las porras a disolverla, aunque no con la violencia con la que se emplearon en Málaga. Llegó a casa asustada y encendió la radio. Y así conoció la noticia de que habían matado a un joven de su edad.
A principios de los 90, y aunque reconoce que ya había olvidado la historia de aquel muchacho, esa estudiante de Derecho se mudó a Málaga, pero poco a poco la historia volvió a su mente. Cada vez que pasaba por la placa que lleva su nombre, cada homenaje del 4 de diciembre, cada vez que leía en la prensa que el sumario estaba desaparecido…
Así que Rosa Burgos, ya como secretaria judicial, decidió bucear en cada guardia, y con permiso, en los oscuros sótanos del Hotel Miramar, que era entonces el Palacio de Justicia. Después de mucho tiempo de búsqueda, logró dar con ellos, y aunque se los arrebataron de inmediato, pudo recuperarlos poco después. Luego se presentó en el Congreso de los Diputados para pedir las actas de la comisión de investigación –entonces llamada comisión de encuesta– que se formó sobre el caso y que fue compartida con otro suceso similar que tuvo lugar en La Laguna (Tenerife) y en la que un estudiante fue asesinado en el campus de la Universidad por una bala de la guardia civil.
Aquella comisión fue otra chapuza histórica según los que la conocieron, y que terminó culpando del asesinato de Málaga a la situación de atraso socioeconómico que vivía la ciudad y que, por tanto, necesitaba inversiones. A pesar de que había diputados de todos los partidos, entre las preguntas que se pactaron no aparecía una fundamental: si Riverola ordenó despejar la Diputación y de qué manera.
En estos documentos se basó para escribir en el año 2007 La muerte de García Caparrós en la Transición política, la mejor investigación que se ha hecho hasta el momento sobre el asesinato del joven malagueño. Y en el que se podía ver cómo todos los indicios apuntaban a unas siglas, M.P.R., para referirse al policía que cometió aquel crimen.
“Con certeza no lo puedo decir, porque no lo sé. En el sumario hay una serie de pruebas y una serie de indicios que reconducen a una persona, pero claro, son indicios. El sumario acabó con sobreseimiento, no hubo condena de nadie, pero por los indicios concluyo que puede ser un policía que responde a las iniciales M.P.R., pero son indicios. Algunos importantes, otros insignificantes”, cuenta.
Los indicios a los que se refiere Rosa Burgos son: que alega enfermedad cuando es citado a declarar; que una vez acabadas las pruebas de balística, el abogado de la familia García Caparrós pide, sin saberse muy bien en ese momento en qué se basa, una prueba de balística para ese policía en concreto; que su pistola estaba dada de baja, a pesar de que estaba en perfecto estado y él seguía en activo; y que este es el único informe de balística de todos los que se hacen en el que se encuentran similitudes con la bala que mató a García Caparrós. Además, a pesar de que M.P.R. nunca declaró haber sacado la pistola, y mucho menos haber disparado, fue trasladado a Vélez-Málaga a los pocos días de aquel suceso. Su familia aún reside allí, pero el murió hace dos años.
El físico de este cabo de la Policía Armada coincide con las descripciones que hicieron en su día tanto el periodista Juan de Dios Mellado como Carlos Carmona. El hombre al que vieron sacar la pistola y disparar, a pesar de que no fue el único que lo hizo aquella mañana.
Pero nunca se pudo demostrar, de manera oficial, que aquel hombre matara a García Caparrós ya que la bala de una pistola Star de 9 mm corto que se había extraído de su cuerpo había pasado por tantos estériles informes de balística y se había limpiado tantas veces, que no tenía ya restos orgánicos. No se podía determinar si había impactado con su cuerpo o contra cualquier otra superficie, como por ejemplo, madera.
Cuando Rosa escribió el libro en 2007, lo ofreció a diversas instituciones para su publicación. Primero a la Diputación de Málaga, entonces gobernada por Izquierda Unida. Después al ayuntamiento, gobernado por el Partido Popular. Y por último, a la Junta de Andalucía, gobernada por el PSOE. Todos, por uno u otro motivo, rechazaron publicarlo. Tampoco lo tuvo fácil con las editoriales comerciales. Tuvo que recurrir a El Observador, una pequeña editorial malagueña, para que viera la luz.
Esa misma documentación a la que tuvo acceso para escribir el libro es la que hoy se deniega a los diputados de Unidos Podemos y la Junta de Andalucía. Sólo la diputada de Unidos Podemos Eva García Sempere tiene acceso a los documentos, pero de una manera restringida: sólo puede entrar a consultarlos con un papel y un bolígrafo para tomar notas; no puede ni sacarlos, ni fotocopiarlos.
Cuando Rosa Burgos se enteró de esto, no podía dar crédito. Ella misma había tenido esos papeles en su casa, cedidos por el Congreso de los Diputados. “Llamé al Congreso y dije que era Rosa Burgos y que me habían dejado esos documentos hacía diez años para ver si me dejaban volver a consultarlos, pero me dijeron que no. La respuesta que me dieron es que ‘eran otros tiempos’”.
Por eso decidió publicar un nuevo libro, esta vez titulado Las muertes de García Caparrós, en el que se sacan a la luz todos esos documentos que ahora el Congreso niega y a los que ella una vez tuvo acceso. “El título hace referencia a que a Caparrós lo han seguido matando desde las instituciones”, apunta.
Lo siguió matando, por ejemplo, la placa que colocó en su honor el ayuntamiento en el año 2002. Lo primero, porque la leyenda sólo dice “La Ciudad de Málaga y su Corporación Municipal en recuerdo de D. José Manuel García Caparrós, 4 de diciembre de 2002”, y es una leyenda que silencia los hecho más que los anuncia: ni siquiera dice que fue asesinado, ni recuerda que fue en la manifestación por la autonomía de Andalucía del 4 de diciembre de 1977, además de señalar mal el nombre, pues el muchacho se llamaba Manuel José y no José Manuel, y quince años después aún no se ha cambiado. Pero lo más grave es que en esa esquina no ocurrió absolutamente nada: ni fue el sitio donde le dispararon, ni fue el lugar donde lo recogió el Simca. Nada.
Para más inri, esa esquina ha sido declarada en los últimos días Lugar de Memoria Democrática por la Junta de Andalucía. “Ellos dicen que han hablado con expertos para hacer eso, y yo no sé con quién habrán hablado, pero allí no pasó nada. Yo no me considero experta de nada, pero llevo diez años investigando el caso y algo sé sobre la materia”.
Rosa Burgos siente que su labor no ha tenido el reconocimiento institucional que debería y lo achaca a algo muy claro: “A veces pienso que al no pertenecer yo a ningún partido político, posiblemente ninguna institución haya prestado atención a los libros que he escrito”.
El legado de García Caparrós
La muerte de García Caparrós supuso un impulso inesperado para el avance del andalucismo. Su sangre, derramada en las calles de Málaga pidiendo la autonomía, se convirtió en la gasolina que terminó por prender el fuego que fue aquella votación del 28 de febrero de 1980, en la que Andalucía se hizo autónoma por el artículo 151 de la Constitución, como lo habían hecho las nacionalidades históricas como el País Vasco, Cataluña y Galicia.
Rafael Rodríguez apunta con certeza a una confusión que se ha ido generalizando con el paso de los años: “Mucho se dice que lo que se pedía entonces era ser iguales que catalanes, vascos y gallegos, y eso no es así, eso fue el 28 de febrero de 1980 con el referéndum, pero en aquel entonces, no, porque en aquel entonces todavía no había ningún régimen autonómico en España, no había Constitución, porque se aprueba en 1978 y en el 79 Andalucía dice vamos a ir a por el 151. En el 77 era la autonomía que no se sabía exactamente qué era, pero la gente lo ideaba como una forma de esperanza, de poder salir del subdesarrollo y de la miseria en la cual vivía Andalucía. El dinero, durante el franquismo, se había ido todo para el norte y estaba metida en la miseria. Y la gente lo veía como una manera de salir del subdesarrollo. La canción de entonces de Carlos Cano de La murga de los currelantes era un fiel reflejo de lo que la gente quería aquel 4 de diciembre de 1977”.
Carlos Carmona recuerda a Caparrós como un triste mártir. “Al final era un muchacho de 18 años al que le quitaron lo más preciado que ,que era la vida. Eso dio fuerza al movimiento, porque durante unos días la policía ni siquiera podía entrar a intervenir a los barrios de Málaga. Durante un tiempo se tomó conciencia de que a eso de la democracia le quedaba mucho por andar y el pueblo supo identificar a los enemigos, a los que habían disparado contra el pueblo. Pero al final pagó con su vida un muchacho. Y vemos que la autonomía no era el fin, que todavía queda mucho por andar para que cambien las cosas”.
“Mi hermano es un símbolo de Andalucía. Todo lo que se ha avanzado en Andalucía es a consecuencia de ese 4 de diciembre y la sangre de mi hermano. Sin ese día no se hubiera aprobado el referéndum del 28 de febrero. La muerte de mi hermano le dio toda la fuerza que necesitaba Andalucía”, dice Loli García Caparrós.
Un símbolo al que se le escriben pasodobles valientes en los Carnavales de Cádiz, como aquel memorable de la comparsa Raza Mora, de 1978: Un 4 de diciembre muere un malagueño / Una bala traidora le quitó la vida / Tan sólo porque estaba queriendo a su pueblo / Y alzando la bandera de su Andalucía. Un símbolo del que su foto –una de las pocas que conserva la familia, pues cuenta que enviaron casi todas las que tenían a la revista Interviú para que hiciera un reportaje y que nunca más volvieron a verlas– es casi tan reconocible e icónica en Andalucía como la del Che Guevara.
La prueba definitiva llegó en el año 2013, cuando la Junta de Andalucía le otorgó la Medalla de Andalucía después de años de lucha por parte de su familia. “Era de justicia: que la tuvieran cuatro enchufados y que él, que murió por Andalucía, no la tuviera…”, dice Loli. Tuvo que entrar Izquierda Unida en el Gobierno autonómico para que el PSOE aceptara, por fin, su candidatura.
Ese mismo día también recibió el galardón Antonio Banderas, que también estuvo en aquella manifestación, y que le dedicó uno de los discursos más emotivos que se ha pronunciado jamás en una gala de ese tipo: “No lo supe en aquel momento, pero a muy pocos metros de donde yo me encontraba, la vida de Manuel José García Caparrós había pasado del blanco y verde de la mañana al negro eterno de lo irreversible, de lo que ya no tenía arreglo […] Manuel José, hoy sé que el disparo que te mató podría haberse alojado en cualquiera de los que estábamos cerca de ti. […] Hermano dame la mano y volvamos al día de Andalucía del año 77, y completemos lo inacabado. Salgamos de nuevo a las calles de nuestra tierra para gritar lo que no pudo salir de tu garganta. Que somos un pueblo que respira libertad”.
Aquella sangre derramada con impunidad en la esquina de la Alameda de Colón y la calle Vendeja, delante del número 5, hizo que desde entonces el día 4 de diciembre se considerara también el día de Andalucía, aunque la institucionalidad lo quiera aplastar recordando únicamente el 28 de febrero. Y Loli, la hermana de Manuel José, lo recuerda de la manera más gráfica posible: “Nosotras no solemos celebrar el 28 de febrero. Ese es el día del pan con aceite. El día del pueblo es el 4 de diciembre, que es el día que se manchó la bandera blanca y verde con la sangre de mi hermano”.