Image: Georg Grosz, un extraño en la trinchera

Image: Georg Grosz, un extraño en la trinchera

Letras

Georg Grosz, un extraño en la trinchera

Capitán Swing publica las memorias del pintor alemán, que hizo de su obra un alegato del individuo contra el ideal de la guerra justa

22 diciembre, 2011 01:00

Gerog Grosz, trabajando en su Caín o Hitler en el infierno.

'Un sí menor y un no mayor' es el testimonio de la agitada vida de una de las mentes más originales e independientes del siglo XX. El más rebelde y explosivo de los dibujantes y pintores alemanes, fustigador del militarismo, el capitalismo y la burguesía de los años veinte, hace aquí balance de su vida, que al mismo tiempo es parte de la historia contemporánea y del arte moderno. A continuación puede leer el capítulo que dedica a la I Guerra Mundial, donde luchó como soldado de infantería, una experiencia que hizo arraigar en su conciencia un sentimiento antibelicista que marcó en gran medida su obra pictórica.


Descubrimientos del soldado raso

¿Qué os voy a contar de la Primera Guerra Mundial, en la que tomé parte como soldado de infantería? ¿De una guerra que desde un principio me disgustó y de la que siempre me sentí ajeno? Es verdad que era apolítico, pero en cierto modo me habían educado en un espíritu humanista. La guerra significaba para mí el horror, la mutilación y la destrucción. ¿No había muchas personas inteligentes e ilustres que en aquel momento pensaban de forma parecida?

Es verdad que al principio hubo algo así como el entusiasmo de las masas. Imposible negarlo, pues fue una realidad. Pero aquella borrachera pasó pronto, y lo que quedó fue un gran vacío. Las flores sujetas al casco y al fusil se marchitaron muy pronto, la guerra se convirtió en todo lo contrario que pretendía conjurar el entusiasmo inicial: se convirtió en suciedad y piojos, embrutecimiento, enfermedad e invalidez. Es cierto que algunos idealistas demostraron heroísmo -la entrega total a la patria-, pero eran virtudes de doble faz y, al final, ambas caras se compensaban.

"El entusiasmo no es como un arenque que puedas conservar en sal", decía la gente. Y después de unos años, cuando todo hubo terminado, cuando Alemania fue derrotada, cuando todo se había hecho añicos, no quedaron en mi fuero interno ni en el de casi todos mis amigos más que el asco y el horror. Al fin y al cabo, mi destino me había llevado a ser artista y no mercenario de guerra. La influencia que la guerra tuvo sobre mí fue absolutamente negativa. No representó jamás una "liberación", como muchos afirmaban. Por otra parte, la verdad es que la guerra no sólo insufla nuevo aliento a más de un instinto reprimido que duerme en nosotros, sino que realmente libera a muchas personas, ya sea de un entorno odioso, de la esclavitud de la vida cotidiana o de la carga de la propia personalidad, y ésa es una de las razones misteriosas que conducen a que siempre vuelva a haber guerras.

No me gusta hablar del tema. Odiaba el hecho de no ser más que un número, y lo hubiese odiado aunque hubiese sido un número importante. Me gritaron tanto, que hasta encontré el valor necesario para defenderme también a gritos. Me opuse a la estupidez infame y a la brutalidad, pero siempre estuve en minoría. Fue realmente una lucha a muerte, y por mi parte no significaba más que una elemental defensa personal. Yo no defendía ni ideales ni fe alguna; me defendía a mí mismo.

¿Fe? ¡Ja! ¿Fe en quién? ¿En la industria pesada alemana, donde unos cuantos señores ganaban enormes fortunas? ¿En nuestros gloriosos generales? ¿En la amada patria? Yo, al menos, tenía el valor de expresar lo que muchos pensaban. Tal vez hubo, por mi parte, más locura que valor. Lo que veía me repugnaba, y llegué a aborrecer a la humanidad. Todos los que me rodeaban tenían miedo. Yo también tenía miedo, pero no tuve miedo de oponerme al miedo. Podría escribir páginas enteras acerca de este eterno tema, tantas veces comentado, pero todo lo que podría decir al respecto está reflejado en mis dibujos.

En 1916 me licenciaron del servicio militar. No fue exactamente eso: dijeron que era una especie de permiso, y que al cabo de algunos meses me volverían a llamar. El Berlín al que retorné era una ciudad fría y gris. Los cafés cantantes y las tabernas funcionaban a todo tren, produciendo un contraste sobrecogedor con los oscuros y tenebrosos barrios de viviendas donde escaseaba la calefacción. Los mismos soldados que cantaban, bailaban y se agarraban borrachos de los brazos de las prostitutas, aparecían en otro lugar malhumo-rados, con paquetes colgándoles por todas partes y sucios todavía de la trinchera, atravesando las calles y marchando de una estación a otra. ¡Cuánta razón tiene Swedenborg, pensaba yo, cuando dice que en la Tierra se unen el Cielo y el Infierno! Aunque no creía en Dios, me resultaba difícil imaginar un mundo sin Cielo y sin Infierno.

De momento podía decirse que estaba libre.

Ya apuntaban los anuncios de la catástrofe. La tempestad sobre la Tierra, hasta poco antes alabada porque purificaría el ambiente, se había descargado a su gusto. Las bellas frases ya no eran más que tinta negra de olor insulso, impresas sobre un sustituto de papel amarronado. Mientras, vivía en mi estudio situado en la parte sur de la ciudad, en mi propio mundo, y dibujaba.

Dibujaba hombres borrachos, hombres que vomitan, hombres que con el puño cerrado maldicen a la luna, asesinos de mujeres que juegan a las cartas en torno a una caja donde yace el cuerpo de la asesinada. Dibujaba bebedores de vino y cerveza, bebedores de aguardiente y a un hombre de mirada temerosa lavándose la sangre que llevaba pegada a las manos.

Dibujaba muchas escenas con soldados, aprovechando las notas que había ido tomando en pequeñas libretas durante mi servicio militar.

Dibujaba hombrecillos que huyen, solitarios y como locos, por las calles vacías. O el corte a través de una casa de alquiler: en una de las ventanas alguien la emprende a escobazos con su mujer, en la otra hay dos que se aman, en la tercera aparece un ahorcado cubierto de moscas.

Dibujé soldados sin nariz, mutilados de guerra con brazos de acero que extendían unas manos como pinzas de cangrejo, dibujé dos sanitarios que envuelven en una manta a un soldado de infantería que se ha vuelto loco; a un inválido al que le falta un brazo, pero que con la mano sana saluda a una señora cubierta de medallas que le deja sobre el embozo de la sábana una galleta que acaba de sacar del bolso. Un coronel que con la bragueta abierta abraza a una gruesa enfermera. Un auxiliar del hospital de sangre que arroja a un agujero un cubo lleno de restos humanos. Un esqueleto vestido de recluta, sometido a examen médico con la intención de declararlo útil para ir a la guerra…

También escribía poesías. Mis poemas incluso fueron publicados. Unos cuantos aparecieron impresos en una revista recién fundada, que se tituló Nueva Juventud. Otro poema algo más extenso, impreso sobre un papel rojizo, acompañaba en forma de folleto explicativo mi segunda Pequeña carpeta Grosz.

Mi estudio era parte de mi mundo.

Estaba situado en la buhardilla de una casa de alquiler, en la calle Stephanstraße, en la periferia sur de Berlín. Los muebles no eran más que cajas de madera, en parte pintadas y en parte cubiertas con un lienzo marrón para que no parecieran tan feas. A lo largo de las paredes había una hilera de botellas vacías. Les había quitado las etiquetas y las había pegado en la pared, para decorarla. En el caso de los vinos tintos representaban vistas de palacios que semejaban grabados y, cuando se trataba de vinos italianos, las etiquetas eran de colores y mostraban el Vesubio y racimos de uva. Los vinos de Oporto y de los países del sur llevaban etiquetas negras con inscripciones en blanco y parecían enormes sellos de correo. Del techo colgaba un quinqué de gas que también lucía un adorno: una gran araña negra con patas de alambre, colgada de un hilo. Cuando se producía alguna corriente de aire en la habitación, la araña se movía y sus largas patas temblaban.

Aquí y allá había pegado trozos de un espejo roto. También había pegado vitolas de cigarros puros en los muebles, la pared y el techo. Estrellas de papel brillante animaban la estancia. A mano derecha había una mesa de escritorio, y en todas partes se veía cantidad de reproducciones y fotografías: mujeres embutidas en una malla, viejas fotografías de los años noventa, imágenes de hombres que me inspiraban respeto. Por ejemplo una foto de Henry Ford, con una dedicatoria extraordinaria: "To Georg Grosz the artist, from his admirer Henry Ford". (La dedicatoria la había puesto yo mismo, aunque de secreto acuerdo con Henry Ford.)