Un SMI inferior al de Franco
El 19 de enero de 1963, y bajo la forma de un decreto publicado en el BOE que había sido redactado de su puño y letra por Jesús Romero Gorría, para más señas el entonces ministro de Trabajo en la dictadura del general Franco, se estableció la figura del salario mínimo en España. En concreto, la nueva norma legal fijaba un límite inferior de 60 pesetas diarias, 1.800 pesetas al mes, para la retribución de cualquier trabajador por cuenta ajena mayor de 18 años en todo el territorio nacional.
En Els salaris de la ira (Los salarios de la ira), ensayo de reciente publicación, el economista teórico Miquel Puig, un independentista de Esquerra Republicana poco sospechoso de simpatías nostálgicas, se ha tomado la molestia de calcular a cuánto equivaldría hoy aquel SMI franquista de 1963. Lo ha hecho por el método de averiguar qué porcentaje del PIB por ocupado representaba esa cantidad en la época y, acto seguido, hallar la equivalencia monetaria actual para idéntica proporción del PIB.
Bien, echadas las oportunas cuentas, la nómina mínima que ordenó Franco en el ecuador de su régimen resulta que era bastante superior a esa que acaba de fijar con euforia el Gobierno más a la izquierda desde la recuperación de la democracia. Y es que aquellas 60 pesetas diarias representaban un 25% del PIB por ocupado cuando entonces.
Hoy, la misma relación, un 25% del PIB por ocupado, serían 1.400 euros (por 14 pagas). Es decir, un 40% más de lo que la vicepresidenta Yolanda Díaz valora a estas horas como un gran avance social (y también por 14 pagas, huelga decir). Por lo demás, y exactamente igual que ocurre ahora, aquellas 60 pesetas diarias fijadas por ley fueron objeto de airadas protestas desde los entornos empresariales del momento.
La nómina mínima que ordenó Franco en el ecuador de su régimen resulta que era bastante superior a esa que acaba de fijar con euforia el Gobierno
También exactamente igual que ocurre ahora, los principales argumentos de sus detractores apelaban a, por un lado, que tal imposición política implicaría la pérdida de decenas de miles de puestos de trabajo poco cualificados y, por otro complementario, que abocaría al cierre de otro montón de miles de pequeñas empresas, las incapaces de soportar aquel inasumible incremento súbito de los costes laborales.
Razonamiento, este último, el de las muy dramáticas quiebras en cadena de pymes arruinadas por mor de las 60 pesetas, al que Romero Gorría replicó, lacónico: "A España no le interesan las empresas que no puedan pagar ese salario mínimo". Y tenía razón: no le interesaban.
Como tampoco les interesan hoy a Holanda, Francia, Alemania o Reino Unido las empresas que no puedan soportar sus respectivos salarios mínimos nacionales, todos ellos significativamente superiores al español vigente una vez corregido el efecto distorsionador de las diferencias de precios por medio de utilizar paridades de poder adquisitivo. Nada nuevo, pues, bajo el sol.
Porque tampoco nada tiene de nuevo la premisa teórica sobre la que se sustentan siempre esas profecías catastrofistas acerca de la destrucción de puestos de trabajo tras cada subida del SMI. Y es que se basan todas ellas en la añeja teoría neoclásica, esa jamás demostrada y a tenor de la cual los salarios de los trabajadores reflejan la productividad individual.
Así, según esa creencia todavía canónica entre el mainstream académico, si un trabajador cobra 900 euros, tal cosa significa que su productividad es de 900 euros. En consecuencia, barruntan sus seguidores, si el Gobierno sube arbitrariamente el salario a 1.000 euros, 100 por encima de la productividad, al empleador no le quedará otro remedio que proceder al despido del empleado, ya que entonces no le resultaría rentable mantenerlo en plantilla.
Una teoría simple, sencilla y clara que solo posee un pequeño defecto, a saber: que resulta ser falsa. Porque no se compadece con la verdad que los salarios sean equivalentes a la productividad en el mundo real. Es algo que indica el simple sentido común.
Nos lo dice, sí, el sentido común, pero también nos lo dice el último Premio Nobel de Economía, David Card. ¿Qué sueldo tendría que cobrar, por ejemplo, el segundo portero del Real Madrid, alguien que en el mejor de los casos juega un par de partidos oficiales en el Santiago Bernabéu a lo largo de la temporada, si fuese verdad que su retribución depende de la productividad? ¿O un bombero del retén permanente que solo presta su servicio en las pistas de aterrizaje del Aeropuerto Internacional Adolfo Suárez? ¿Cuál es la productividad de un bombero que pasa lustros, cuando no su vida laboral entera, sin tener que intervenir en la extinción de incendio alguno?
La herrumbrosa teoría de la equivalencia entre salarios y productividad no se aguanta por ningún lado. ¿O cómo explicar con esa antigualla especulativa que la productividad del trabajo lleve creciendo de forma ininterrumpida desde la década de los 80 en todos los países de Occidente y, sin embargo, los salarios reales de la mayoría de la población permanezcan prácticamente congelados en casi todos ellos desde la misma década de los ochenta?
Convertido en el principal baluarte defensivo dentro de nuestro país de esa ortodoxia declinante, el Servicio de Estudios del Banco de España predijo en 2019 que la gran subida del SMI efectuada a inicios de aquel ejercicio, un extraordinario 23%, provocaría la destrucción de 150.000 empleos. Nada de eso ocurrió, en cambio.
Bien al contrario, la creación de nuevo empleo durante los tres primeros meses de 2019, ya con el incremento aprobado, sería superior incluso a la que se produjo en idéntico periodo de 2018 (130.000 puestos de trabajo frente a los 125.000 de doce meses atrás).
Dicho de otro modo: la destrucción neta de empleo por culpa del SMI solo existe en la imaginación de los que continúan sosteniendo ese prejuicio ideológico frente a todo tipo de evidencias estadísticas. En fin, acabamos de aprobar un SMI todavía muy por debajo del que implantó la dictadura hace 59 años, hito que va a constituir uno de los grandes logros de esta legislatura. El mayor quizá. Aunque, bien mirado, no parece un gran motivo de orgullo.