
'El coco (A Cuca), 1924. Foto: Centre National des Arts Plastiques, París / J.L. Lacroix
Tarsila do Amaral, la pintora antropófaga que devoró Brasil y fusionó lo indígena con la vanguardia
Una estupenda retrospectiva en el Guggenheim de Bilbao que recorre el trabajo de una pintora clave en la construcción de la identidad visual brasileña.
Más información: Paul Pfeiffer, el artista que convirtió el torso tatuado y desnudo de Justin Bieber en arte contemporáneo
Separada con una hija, divorciada en dos ocasiones, vanguardista, comunista, convivió sin estar casada con un hombre 21 años más joven, marginada por su familia y su entorno social, encarcelada por sus ideas políticas, cosmopolita, perspicaz, cultísima, hermosa, elegante y rica.
Así era Tarsila do Amaral (Capivari, São Paulo, 1886-São Paulo, 1973), una de las pintoras esenciales en la construcción del imaginario del Brasil moderno y creadora de una nueva mitología sincretista donde fusionó lo indígena, lo afrodescendiente y la herencia portuguesa junto al cubismo y los movimientos de vanguardia europeos.
Este viernes se ha inaugurado una completa retrospectiva en el Guggenheim de Bilbao de ciento cincuenta piezas que recorren la carrera de esta artista –injustamente olvidada– desde los años veinte hasta los sesenta del siglo pasado.
Tarsila do Amaral, pintando el Brasil moderno es una exposición que viene de París, del GrandPalaisRmn, y supone uno de las muestras más completas que hemos podido ver hasta ahora en Europa. Esta revisión de su obra no solo evidencia a una pintora muy original y vanguardista sino a una pensadora decolonial, promotora de la construcción de una nueva identidad brasileña.
Tarsila, cómo así firmaba sus cuadros, fue legitimada en los círculos intelectuales desde el principio de su carrera gracias a la inteligente explotación de sus privilegios de clase: su erudición cosmopolita y su posición socioeconómica –no olvidemos que a su abuelo lo llamaban O Milionário, y era dueño de 25 haciendas dedicadas a la caficultura– le permiten hacerse respetar en una atmósfera cultivada masculina y eurocéntrica y, así, convertirse en un puente entre la decadente São Paulo y la efervescente París.
Criada en un entorno francófono, en 1902 ella y su hermana viajaron a Europa con sus padres, quienes las dejaron internas en el Colegio del Sagrado Corazón de Barcelona. Su admiración y conocimiento de la cultura europea coadyuvó a la creación de una Tarsila sofisticada y exótica, consciente de convertirse en un personaje que fascinaba a ambos lados del Atlántico.
“Quiero convertirme en la pintora de mi país”. Ésta famosa frase escrita en una carta a una prima en 1923 expresa su voluntad de participar en la creación de un nuevo proyecto estético para Brasil, a pesar de que, como mujer blanca de la alta burguesía, no mantuvo más contacto con lo indígena que la observación etnológica y el recuerdo romantizado de la época de la esclavitud, algo que inclinó su balanza política hacia el comunismo soviético. Por este motivo fue arrestada y recluida en prisión un mes durante la dictadura de Getúlio Vargas en 1932.
La exposición del Guggenheim, dividida en seis secciones temáticas, recorre desde su primer viaje a París, en 1920, hasta el año 1958: “París/São Paulo: pasaportes para la modernidad” narra los apasionantes años 20 –los más fértiles de su carrera– en los que viaja a París, estudia en la famosa Académie Julien y conoce al matrimonio Delaunay, a Picasso, Jean Cocteau, Erik Satié o Fernand Leger. A su vuelta se compromete con la renovación plástica brasileña formando el “Grupo de los cinco” con la pintora Anita Malfatti, los escritores Paulo Menotti, Mario de Andrade y el que sería su marido, Oswald de Andrade. Este grupo desencadenaría el movimiento Pau-Brasil, un proyecto artístico-literario que fundó la primera fase del modernismo brasileño.
La segunda sección, “Una pequeña caipira vestida por Poiret”, como reza un verso del propio De Andrade, se centra en la construcción de su personaje; en cómo sus autorretratos desafiaban los estereotipos de la época y cómo cuidaba su imagen para crear una “marca”. En “La invención del paisaje brasileño” nos descubren cómo a partir de 1924 Do Amaral viaja por São Paulo, Rio de Janeiro y Minas Gerais, donde toma apuntes a lápiz del paisaje, declinando las líneas oblicuas y las figuras geométricas que darán lugar a un nuevo alfabeto visual.

'Costureras', 1958. Foto: Museu de Arte Contemporânea da Universidade de São Paulo
La cuarta sección, titulada “Primitivismoe identidad(es)”, es clave en el relato protodecolonial. Es en este momento donde busca un primitivismo autóctono. De esta época es la pintura El coco (A cuca), 1924 –la primera obra de la artista que entra en una colección pública– sobre la que Tarsila declaró haber reunido “un animal extraño, una rana, un armadillo y otro animal inventado” para formalizar la figura del coco, un temible hombre del saco del folclore brasileño. Su imaginación se inspira en sus visitas a los museos antropológicos, y, no precisamente, en el trabajo de campo.
Pasando a la sala 203 nos encontramos con uno de los relatos más esperados. “El Brasil caníbal” que se centra en su liderazgo dentro del Movimiento Antropofágico. En 1928 la figura del abaporu (“hombre que come [hombre]”, en lengua indígena tupí-guaraní) da lugar a esta corriente, que denomina como antropófaga la capacidad brasileña de devorar y aprehender las culturas colonizadoras. Do Amaral inicia un sincretismo simbólico entre lo europeo y lo brasileño donde funde paisajes y arquitecturas con el cubismo y el primitivismo (“Nosotros somos los primitivos de un gran siglo”, afirma en una entrevista en 1923), reimaginando una época precolonial, precapitalista y prerreligiosa. Para terminar este fastuoso recorrido, “Trabajadores y trabajadoras”.

'La muñeca (A Boneca)', 1928. Foto: Colección Hecilda y Sergio Fadel, Río de Janeiro © Tarsila do Amaral Licenciamento e Empreendimentos S.A. Romulo Fialdini
En 1929 no solo se separa de De Andrade, sino que se ve afectada gravemente por el Crac del 29, que merma sus propiedades, ahora hipotecadas. Es cuando, junto a su nueva pareja, el psiquiatra Osório César, se acerca al modelo soviético y retrata a los obreros en una pintura militante inspirada por el muralismo mexicano (una etapa no del todo aceptada debido a su linaje burgués). El último bloque, “Nuevos paisajes”, plasma la transformación urbana y social de las nuevas metrópolis –como la Brasilia imaginada por Oscar Niemeyer y Lucio Costa– en una pintura que coquetea con la abstracción dulcificando sus colores.
Inventora de códigos y de un nuevo modelo de brasileñidad, de sus lienzos emergen palmeras carnosas, gigantes dismórficos anclados a la tierra, una nueva representación de la negritud, visiones sintéticas que rezuman el cubismo metálico de Léger y las siluetas de Matisse, lo mágico y lo onírico ilustrando la saudade. La conjunción de opuestos como lo orgánico y lo geométrico, lo primitivo y lo moderno o lo exuberante y lo racional, supone una de las claves de su éxito. Un éxito que pudo disfrutar en vida, ya que en el año 51 representó a Brasil en la primera Bienal de São Paulo y, en el 64, en la Bienal de Venecia. En los años 70 la cotización de sus lienzos se dispara y el gobierno de São Paulo le compra 13 pinturas para el Palacio Boa Vista. En este momento Tarsila do Amaral se somete a una operación de columna después de una caída que la deja parapléjica, fallece su hija Dulce de diabetes y también su única nieta.

'Urutu', 1928. Foto: ©Pinacoteca de São Paulo / Isabella Matheus
Acercarse a la obra de De Amaral es penetrar en la profundidad de la selva amazónica y toparse con una hermosa biblioteca, recorrer un país que se redescubre a sí mismo entre lo atávico y la más rabiosa modernidad.