Image: La importancia de llamarse Wilde

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Primera palabra

La importancia de llamarse Wilde

29 noviembre, 2000 01:00

Las mejores comedias de Wilde recogen una tradición que puede ir de Marlowe a Sheridan, netamente influido por ellos. Pero en Wilde el ingenio va más deprisa todavía, gira tan rápido como una rueda

Con poca atención que pongamos en estudiar la gran dramaturgia inglesa, veremos -sentiremos- que las mejores comedias de Wilde recogen una tradición que puede ir de Marlowe a Sheridan, netamente influido por ellos. Pero en Wilde el ingenio va más deprisa todavía, gira tan rápido como una rueda a la que no se le descubren sus radios, escamoteados por la velocidad, que las hace invisibles o transparentes. Parece que hay menos donde hay mucho más. Cualquier diálogo de Wilde sólo es una conversación reposada en apariencia. Parece que no se dice nada, pero el velo sutil del ingenio introduce su filtro mágico y no hay una sola palabra sin intención. El éxito social del teatro de Wilde es porque la sociedad inglesa de su tiempo se ve magnificada en él: "Somos malos e hipócritas, de acuerdo, pero también somos elegantes y estamos bien educados. Y, desde luego, ingenio no nos falta". Ciertamente, el que les atribuía Wilde en sus comedias.

La imitación de Wilde tuvo en España sus primeros ecos en el Benavente de Gente conocida o La comida de las fieras, cuando ya en Francia lo imitaban otros muchos con mayor o menor fortuna. Su línea de teatro seguía éticamente al paso de Wilde, en el empeño de ofrecer a la sociedad la misma cara crítica y el mismo revés halagöeño, pero nadie lo hizo mejor que él, porque él sí era producto decantado de ese mundo y de sus formas. Sin esas formas, sin esos hábitos -y ámbitos- en los que toda la buena sociedad -su sociedad- se reconocía, no existiría el teatro de Wilde. Son los elásticos muchachos de Oxford o Cambridge, las bellas niñas casaderas, las ladys respondonas y protocolarias y los hombres mal refundidos por la educación en centros de lo más acreditado. Su mundo familiar no era sino éste, aunque se forjara otro, más arcano y misterioso, más encantador, más grande. "Yo lo he visto y vivido" en una noche que me perdí por Londres, hace ya muchos años, cuando era joven. Tal era mi intención de perderme, que me fui con un desconocido, encontrado en un club de "ambiente" y pasé la noche fuera del hotel donde me albergaba.

La casa era muy bonita, pequeña, pero con tres pisos, contando con las mansardas. La ornamentación mural, muy finales de siglo y muy refinada. Estábamos en un salón regularmente espacioso, con una bella chimenea de mármol y dos altas ventanas que daban a la calle. Mi reciente anfitrión me dijo que él y su amigo lo eran bastante del director italiano Franco Zeffirelli, a quien le gustaba mucho visitarlos, porque afectaba mucho la casa. Habíamos bebido bastante y no estábamos en condiciones de poner muchas cosas en claro. Al final, después de cumplido nuestro inicial propósito, yo me dormí sobre un diván muy ancho, tapado con una buena manta escocesa.

Durante la noche tuve un sueño extraño, inquieto, obsesivo... Veía la misma casa en que me hallaba, pero adornada con otros muebles, alhajada de otra manera. Había muchas flores. Un caballero, al que no se le veía la cara, endosando una bata de seda, me mostraba la casa. Recuerdo que el sueño no era más que eso, "un constante visitar la casa". El ánimo de aquel caballero era en extremo afable y natural. Pero yo no le veía la cara. "¿Quién es, quién es...?" me interrogaba constantemente por dentro. Comprobaba que el lugar era el mismo que aquél en que me recibieron, pero había otras cortinas, otros cuadros, otros bibelots. Era sin duda "otro" inquilino o dueño el que me la ofrecía y me la mostraba, suplantando a los dos muchachos que vivían allí.

Recuerdo sobre todo los adornos de la chimenea, aquella que había visto en la realidad, pero con otros aderezos de reloj, candelabros, porcelanas, chinoiseries y cosas así. Al despertarme lo recordaba todo muy bien y me fijé en aquella chimenea de mármol y en las ventanas, desprovistas ahora de los paramentos y cortinas que había visto en sueños.

-Qué curioso -le dije a mi reciente amigo cuando entró con la bandeja del desayuno-, he soñado toda la noche con esta misma casa. Encuentro que tiene una disposición muy agradable, es acogedora, luminosa. Vivís aquí magníficamente.
-Sí, sí, está muy bien. ésta fue la casa de Oscar Wilde, en Pipe Street.

No le dije nada más de mi sueño, pero tuve enseguida la sensación de haber visitado la casa en compañía de un caballero muy afable que hacía ver cómo había sido ésta en "otro tiempo", en el suyo, cuando era feliz, arrebatadoramente famoso y había estrenado La importancia de llamarse Ernesto.

Un interés teórico por el mejor teatro de Wilde ha sido verdadera obsesión para mí. Y como su paradigma más firme, La importancia de llamarse Ernesto. Como se ve, es la comedia menos realista que cabe darse. Es como si se desarrollase en un sueño. La vida cotidiana en una casa altoburguesa -la suya, la que me presentó durante mi sueño- pero en el reino de Brocelandia o en la corte del rey Arturo. Todos son bellos, desenvueltos y refinados. Todos ellos son semidioses en los que se ha investido Oscar Wilde, y aquel ingenio y brillantez que mana constantemente de sus labios no tiene medida, revolotea y gira sin descanso, afantasmando cada vez más el ambiente. Allí tenemos dialogando a unos semidioses, o dioses en toda regla. Y aquellos dos finos muchachos también se podrían llamar Castor y Polux, los bienamados hijos de Demeter, la jovencita pudiera ser Selene o Diana, y la vieja lady el búho de Minerva. Es un perfecto sueño de teatro. Vamos de lo pequeño a lo monumental , de la anécdota a la categoría. En el teatro todo lo que es mentira es verdad. En el teatro hay que fiarse de las apariencias, porque las apariencias en el teatro lo son todo, como diría el maestro Bergamín.

Este sueño delicioso lo tuve en aquella casa, en la que me introduje por azar y en la que pasé toda una noche en su compañía. A la hermosa mañana siguiente -¡sol en Londres!- al enterarme de que él la habitó, sus paredes reales resplandecían de amor a la vida y al arte.