Mercedes -la directora de la residencia de monjas en la que viví mis dos primeros años en Madrid- era una Rottenmeier ácida, pizpireta y vanguardista: con la nariz afilada, el moño cano apretadísimo y un ojo sabio y esotérico que traspasaba las puertas de las habitaciones. Recuerdo que a final de curso se reunía con las colegialas, una por una, para soltarnos un diagnóstico de nuestra personalidad basado únicamente en lo que había observado ese año: tenía algo de profeta, Mercedes, porque ya se sabe que el carácter es el destino, y al cercar nuestras psicologías nos auguraba un futuro u otro mientras las pupilas cruzábamos los dedos por debajo de la mesa. Había tomado hasta notas. Era una killer del alma ajena.
Entrábamos al despacho acojonadas, como quien va a reunirse con el oráculo, y algunas niñas salían de allá con los ojos húmedos, con la sensación de que la señora se había pasado nueve meses estudiándolas por dentro. Tragué verdades como sapos en mi primera evaluación, y acabó de derrotarme clausurando su speech con un: “Por cierto, todo el desorden que llevas por fuera es el mismo que tienes por dentro: reproduces en tu vida el caos que hay en tu cabeza”. Me había levantado e iba ya a cerrar la puerta. “Tu anarquía te hace daño”, espetó de despedida, mientras yo me preguntaba cuándo carajo había mirado ella mi cuarto o mi bolso, pero quién sabe, quizá el desastre sea también un estado de ánimo.
O sea, que Mercedes era Marie Kondo, la gurú japonesa que viene a convencernos de que a través del orden alcanzaremos la felicidad, sólo que ella no salía en Netflix ni hacía mamarrachadas como saludar a las casas o hablarle a los objetos. Mi Mercedes apretaba los labios y conseguía que jugases al baloncesto recién llegada de after, porque, vaya por Dios, siempre ponía las convivencias los sábados a las nueve de la mañana, un poco por joder y otro poco por aprovechar el día. Pero en algo se equivocaba: a mí no me hiere el caos, porque el caos es la vida y el orden es la muerte. Es en el desequilibrio donde comienzan los relatos.
Todas las cosas hermosas que tenemos a nuestro alcance son, en realidad, confusas, bulliciosas, arbitrarias e impredecibles. Todo lo que merece la pena nos empuja al jaleo, a la perturbación, al vértigo: la paz, qué sé yo, que se la lleve consigo el finado, allá en la caja de pino donde ya no se puede discutir. Todo lo que me gusta tiene una nota discordante. Todo lo que me excita es más interesante si está revuelto: como las fiestas, como las sábanas, como el cabello de mi mujer favorita.
No quiero aprender a doblar camisetas para ocupar menos espacio y no quiero guardar en casa sólo treinta libros. No quiero existir sin dejar marcas, no quiero irme sin hacer ruido. No quiero, gracias, una armonía de hospital: me espanta el minimalismo. Me dan pánico las casas perfectas donde parece que ya no vive nadie.
Exijo mi derecho al cenicero lleno de las colillas de mis amigos y exijo amontonar al menos un par de botellas de vino sobre la mesa. Exijo ir encontrando por la cocina o la habitación pequeñas huellas de lo que hice, de lo que hicimos; exijo tener memoria de lo que desbaraté porque vivía, porque avanzaba, porque era feliz de otra manera, no como en una misa o en un trance burocrático. Cuando se es feliz, Marie Kondo, uno no siente angustia por la arruga de la camisa ni la miga del sofá. Cuando se es feliz, uno revuelve la biblioteca y mezcla calcetines.
Supongo que ella lo sabe, pero se aprovecha de esta sociedad estresada que sólo quiere ser organizada para ser ultraproductiva, para servir sin descanso al sistema. Esta sociedad cobarde y obsesiva que prefiere seguridad a libertad -joder, con lo que mancha esto último-. Mientras cae esta nueva estafadora, yo me apoyo en lo que decía Baudelaire, que vale como cien japonesas best-sellers: “Habría que añadir dos derechos fundamentales a la lista de derechos del hombre. El derecho a marcharse y el derecho al desorden”.