El problema de las pensiones no es político, sino biológico. En 1909, cuando el gobierno conservador de Antonio Maura creó el Instituto Nacional de Previsión, precursor de la Seguridad Social, la esperanza de vida de un español era de 36 años.
En 2023, los españoles de 36 años todavía andan pensando a qué quieren dedicar su vida cuando sean mayores.
El franquismo elevó la esperanza de vida 25 años, desde los 51 de 1940 hasta los 76 de 1978.
Hoy, la esperanza de vida de un español es de aproximadamente 83 años (86 para las mujeres y 80 para los hombres). Madrid es la región de Europa con mayor esperanza de vida (85,4 años), seguida de Navarra (84,8) y de las finlandesas islas Aland (84,6).
Es decir, que un español de 2023 pasa casi tantos años de su vida dependiendo de los demás como manteniéndose a sí mismo.
Hasta ahí, los que salen del sistema. Veamos ahora los que entran.
En 1960, la tasa bruta de natalidad (nacimientos por cada 1.000 habitantes) en España era de 21,7. En 2020 fue de 7,19. España es, junto con Italia, el país europeo con la tasa de natalidad más baja (1,3). La tasa que garantiza la estabilidad de la población es de 2,1 hijos por mujer. Por debajo de esa cifra, la población decrece.
¿Cómo puede entonces mantenerse un sistema de pensiones de reparto con una población decreciente y cada vez más envejecida?
Muy sencillo, no se puede. Es matemáticamente imposible.
Dicho de otra manera, es una estafa piramidal.
Porque en un sistema de capitalización, el trabajador "guarda" su dinero en una hucha y este le es devuelto al final de su vida laboral.
En un sistema de reparto (el sistema español), los trabajadores de 30, 40 o 50 años financian la pensión de aquellos que hoy tienen 70.
¿Y dónde está el dinero que los jubilados de hoy pagaron en contribuciones hace 20, 30 o 40 años? Gastado. Porque ese dinero sirvió para pagar las pensiones de quienes se jubilaron en 1980, 1990 o 2000.
Si no fuera el Estado, sino una empresa privada la que hubiera organizado este sistema "de reparto", también llamado cínicamente "de solidaridad intergeneracional", sus responsables estarían ya en la cárcel. Y eso aunque los primeros niveles de la pirámide, los primeros en entrar en el sistema, estuvieran cobrando lo prometido. Un simple cálculo matemático le bastaría al juez para saber que quienes entren en la pirámide en su quinto o sexto nivel no cobrarán jamás lo estipulado.
Por supuesto, hay una diferencia entre el Estado y un estafador particular. El Estado siempre puede obligar a quienes entran en la pirámide en su quinto o sexto nivel a meter más dinero en ella para garantizar el pago prometido a los primeros niveles.
Esa es, esencialmente, la reforma que el ministro José Luis Escrivá ha pactado con los sindicatos. Obligar a quintas y sextas generaciones, los trabajadores y empresarios de 2023, a meter más dinero en el sistema para garantizar las pensiones de quienes entraron en él en 1980.
¿Y por qué dice el PP que esta reforma es sólo un parche? Porque dado que cada nivel de la pirámide alberga menos gente que el anterior, la contribución de los niveles superiores tendrá que ser cada vez mayor para garantizar el pago de los niveles inferiores.
¿Hasta dónde se incrementará entonces la presión fiscal sobre los recién llegados al sistema para garantizar el pago de los veteranos?
Mucho más de lo que podemos imaginar.
Como han demostrado las revueltas en Francia, un país con una tasa de natalidad de 1,9 y por lo tanto con menos problemas en este sentido que España, los ciudadanos están más dispuestos a quemar las calles para seguir viviendo en el engaño que para evitar el derrumbe de su nivel de vida que comporta una presión fiscal mayor sobre sus sueldos.
Un derrumbe que, por otro lado, no servirá para garantizar su pensión cuando se jubilen.
España es además un país envejecido, con una población decreciente, una tasa de paro oficial del 12,87%, un esfuerzo fiscal muy superior al de la media europea y unos salarios cada vez menores en términos relativos. Es decir, sin margen para incrementos de la presión fiscal que no repercutan gravemente en la productividad de las empresas, en la contratación laboral y en el nivel de vida de los ciudadanos.
España tiene un problema añadido. En nuestro país, un jubilado del País Vasco, que no ha contribuido al sistema, cobra una pensión casi 500 euros superior a la de un jubilado extremeño, que sí ha contribuido a ese sistema.
A la estafa piramidal se suma, por lo tanto, la regional, porque los pobres productivos de las regiones sin lengua propia, con una pensión raquítica, financian las pensiones mucho mayores de los privilegiados de las comunidades con lengua propia.
Emmanuel Macron ha actuado de la única forma que puede actuar un líder político. Imponiendo sin el acuerdo de los sindicatos y del resto de fuerzas políticas una reforma del sistema que aunque no soluciona de forma definitiva el problema de las pensiones, tampoco lo parchea ratonilmente. Por supuesto, la reforma, que supone incrementar la edad de jubilación desde los 62 a los 64 años, podría acabar con su censura.
Hoy, los medios franceses acusan a Macron de antidemócrata. Pero si por democracia fuera, los ciudadanos votarían triplicar las pensiones, aumentar el salario mínimo hasta los 5.000 euros, topar los precios de los alquileres y exprimir la máquina de fabricar billetes del Banco Central Europeo hasta que los de 500 euros no valgan ni el precio de la tinta con la que han sido impresos. Hasta cierto punto, el líder democrático ha de ser un déspota ilustrado. Donde la palabra clave no es tanto "déspota" como "ilustrado".
Conviene leer este editorial del Washington Post titulado A pesar de las protestas, las reformas de Macron son necesarias (y no sólo en Francia).
En España no hay ningún Macron. Tampoco se le espera. Lo pagarán los mismos que hoy, en los medios y en las redes sociales, piden mantener el poder adquisitivo de las pensiones sin saber que los que vienen detrás de ellos, por elemental ley biológica, no podrán pagar las suyas a no ser que sean convertidos en esclavos del Estado.
Quizá sea ese el destino natural de una sociedad gerontocrática, pero infantilizada hasta lo grotesco e incapacitada para el pensamiento a medio y largo plazo. Como en el caso de aquellos que hoy se arrepienten de haber transicionado al sexo opuesto hace 10 o 20 años, durante las próximas décadas oiremos mucho eso de "pero es que nadie me informó de las consecuencias de mis decisiones".