Las instituciones parlamentarias son el baluarte de las democracias. O, al menos, deberían serlo. Estas cámaras representan no solo la voluntad popular, sino también la esencia de los valores democráticos, el respeto, el diálogo constructivo y la búsqueda del bien común y el interés general. Sin embargo, cada vez es más evidente que la ejemplaridad que debería emanar de los parlamentos se encuentra en entredicho.

La neurociencia ha demostrado que las neuronas espejo no solo son clave para el aprendizaje por imitación, sino también para la comprensión y la internalización de comportamientos sociales. Estas células permiten que las acciones y emociones observadas en otros sean reflejadas en nuestro propio sistema nervioso, fomentando una conexión directa entre el ejemplo externo y la conducta personal. En este contexto, los líderes, por su posición de visibilidad e influencia, se convierten en referentes conductuales que trascienden al ámbito institucional y penetran en el tejido social.

Cuando los líderes proyectan actitudes de confrontación, desdén o carencia de valores éticos, estas conductas son normalizadas y replicadas por la ciudadanía, especialmente en contextos donde las figuras de autoridad actúan como brújulas morales. Este fenómeno puede inducir un proceso de regresión cultural, alejándonos de una sociedad más ilustrada, tolerante y ética. Por el contrario, favorece la adopción de patrones que exacerban la polarización, erosionan la confianza social y banalizan los principios esenciales para la convivencia democrática. Desde esta perspectiva, el liderazgo responsable no es solo una virtud, sino una necesidad para una democracia más avanzada y moderna.

El politólogo italiano Giovanni Sartori señalaba que la política no es un mero trámite burocrático, sino un arte que debe perseguir el bien común. Una democracia robusta necesita referentes que encarnen los valores más altos de la sociedad: justicia, respeto, honestidad y responsabilidad. Cuando estos valores se diluyen en los debates políticos, la confianza en las instituciones se erosiona y, con ella, la cohesión social.

La gran paradoja

En un nuevo modelo de democracia, la responsabilidad debe estar indisolublemente ligada a la aptitud. A través de rigurosos sistemas de evaluación, muchas profesiones han establecido salvaguardas para minimizar los riesgos inherentes a sus funciones. En la aviación, los pilotos deben someterse a exámenes periódicos que evalúan su estado físico y mental, conscientes de que cualquier alteración podría traducirse en tragedia. De manera similar, los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado requieren de pruebas psicotécnicas y psicológicas que garanticen un equilibrio emocional sólido y la ausencia de trastornos que comprometan la toma de decisiones bajo presión. Incluso en la medicina, donde la interacción humana es vital, se exige una combinación de conocimientos técnicos y estabilidad emocional que aseguren una práctica profesional responsable.

Sin embargo, esta lógica parece desvanecerse cuando se trata de quienes ostentan los más altos cargos de representación política. Paradójicamente, no existen filtros similares para evaluar la idoneidad de quienes toman decisiones que afectan a millones de personas, ni se exige la certificación de facultades psicológicas en quienes diseñan y ejecutan leyes y políticas públicas que moldean el futuro de una nación. Este vacío resulta sorprendente, considerando que las implicaciones de sus actos pueden ser igual o más trascendentales que las de un piloto, un policía o un cirujano. Si estas características son motivo de escrutinio para tantas profesiones, ¿por qué no para quienes tienen en sus manos el destino de un país o, incluso, del mundo?

No se trata de abogar por un elitismo cognitivo ni de establecer un estándar excluyente basado en criterios intelectuales. El objetivo de tales evaluaciones no sería medir el coeficiente intelectual de los políticos ni imponer barreras artificiales, sino garantizar que quienes asumen la más alta responsabilidad pública carezcan de desequilibrios emocionales o psicológicos que comprometan el interés general. Este enfoque, lejos de menoscabar el valor de la clase política, se constituiría en un mecanismo de fortalecimiento institucional y en un gesto de responsabilidad hacia la ciudadanía.

Además, la implementación de evaluaciones periódicas para cargos políticos no debería entenderse como un ataque a la democracia, sino como un esfuerzo por dignificarla. La confianza en las instituciones y en quienes las representan es la piedra angular de cualquier sistema democrático. Cada acto político, desde la promulgación de una ley hasta la toma de una decisión estratégica, es un acto de delegación de poder por parte de los ciudadanos. Si las instituciones no se ocupan de asegurar la idoneidad de quienes ejercen ese poder, se corre el riesgo de una erosión progresiva de la legitimidad democrática.

En este sentido, sería interesante reflexionar sobre el concepto de “competencia democrática”, entendido como la capacidad integral de los representantes políticos para desempeñar su labor con criterio, empatía y responsabilidad. Así como el piloto necesita de un certificado médico para despegar, el político debería contar con las credenciales que aseguren su idoneidad psicológica para ejercer. No hablamos de privar a la democracia de su esencia pluralista, sino de enriquecerla con garantías de que quienes detentan el poder lo hacen con la estabilidad, el juicio y la ética que sus funciones demandan.

La ausencia de estas medidas no solo perpetúa una desconfianza latente en el sistema, sino que alimenta la percepción de que la política se rige por criterios ajenos al bien común. Superar esta paradoja implicaría un salto cualitativo hacia democracias más maduras, en las que la responsabilidad y la aptitud caminen de la mano, elevando el servicio público al nivel que merecen las sociedades del siglo XXI.

Hacia un modelo social renovado

El camino hacia una democracia más avanzada y equitativa pasa por una profunda reflexión sobre los valores que queremos promover como sociedad. Es urgente que el ejemplo desde las instituciones sea impecable, porque solo así se puede construir una ciudadanía comprometida y consciente.

En última instancia, el desafío al que la sociedad se enfrenta no es solo político, sino también ético. Se trata de recuperar los valores que han sostenido nuestra convivencia durante décadas y adaptarlos a las exigencias del presente. Para ello, una democracia moderna necesita líderes con altura de miras, ciudadanos comprometidos y un sistema que premie la responsabilidad y el esfuerzo.

Si logramos esto, nuestras democracias no solo sobrevivirán a los desafíos actuales, sino que emergerán fortalecidas, como modelos de justicia y esperanza para las generaciones futuras. El cambio empieza por exigir más a quienes nos representan y asumir nuestra responsabilidad como sociedad. Solo así podremos garantizar que el mal ejemplo no se convierta en la norma.