Pedro Mairal y “La uruguaya”
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“Yo hablando dormido, vos leyéndome los mails…”. Algo no va bien, nada bien -celos disparados, sospechas de engaño-, entre el escritor cuarentón Lucas Pereyra y su pareja, Catalina, padres de un hijo pequeño, Maiko, que nada más nacer –habrá que decir la verdad- tensó la cuerda, desquició el ambiente de la casa. Crisis conyugal, sí, y crisis económica también, la argentina, superpuestas. Por eso Lucas se desplaza una jornada a Montevideo, donde le han ingresado un adelanto de dinero por su próxima novela, que se quedaría en nada –con tantas deudas como tiene- si lo recibiera en un banco de Buenos Aires. Por eso, y porque está inflamado de deseo hacia una chica que conoció meses atrás en un encuentro literario. Mails cruzados, los mails que ha espiado Catalina, con quien la pasión fue llameante antes de que todo se apagara. ¿Y Catalina, con quién sale que tan tarde vuelve a casa últimamente?
La uruguaya (Libros del Asteroide), de Pedro Mairal (Buenos Aires, 1970), es una novela muy divertida, plena de humor, de diálogos fulgurantes, de ideas locas, de observaciones tronchantes -¡ese perro!-, de exagerados fogonazos que incentivan a cada página el deseo de seguir leyendo al ritmo rápido al que su escritura obliga. Muy bien cortada, con sorpresas, con giros, con imprevistos. Con un lenguaje, sobre todo, que siendo económico, directo y ajustado no repara, curiosamente, en gastos de inventiva, de gran creatividad, explosiva y expansiva.
Y es también una cuchillada al corazón –precisamente-, un baño, entre tanta risa, de pesimismo desolado: la imposibilidad del cumplimiento del amor y del deseo, de que duren, de que el pasado –si estuvo bien- no se derrumbe, de que el futuro –si se sueña con nervio ilusionante- no sea un muro en el que estrellarse. ¿Algo que valga la pena queda?, ¿algo que salve es posible? Hay negrura en La uruguaya, negrura en el diagnóstico de la vida, de un país y de otro –Argentina y Uruguay-, y hasta la novela –“thriller” sentimental, en cualquier caso- se abre al género negro, al delito y al crimen, como se abre, tantas veces, al erotismo, al sexo candente e incandescente, a la sátira -¡los médicos!- implacable. A las miserias del escritor y del ambiente literario, a las crudezas e imposturas del oficio de escribir. A un tremendo patetismo existencial.
Lucas está pensando en el próximo cumpleaños de su hijo Maiko. Se dirige, como en toda la novela, a su mujer, Catalina, y le dice: “Vos sabés que lo adoro a mi hijo. Lo quiero más que a nadie en el mundo. Pero a veces me agota, no tanto él sino mi constante preocupación por él”. ¡Y tanto que le agota! Acaba de escribir: “Mi hijo. Ese enano borracho. Porque era así a veces, como cuidar un enano borracho que se pone emocional, llora, no le entendés lo que te dice, lo tenés que estar atajando, lo tenés que levantar porque no quiere caminar, hace un desastre en el restorán, tira cosas, grita, se duerme en cualquier lado, lo llevás a casa, tratás de bañarlo, se cae, se hace un chichón, empuja muebles, se duerme, vomita a las cuatro de la mañana”.
A cada poco hay párrafos así, apretados de escritura, torrenciales, vertiginosos y de vértigo. Por lo que expresan y por cómo lo expresan. La uruguaya es un ejercicio de patinaje sobre brasas y, también, lluvia que cala. Abrasa y te deja tiritando.