Fotografías del libro 'Vida, cartas y trabajos de Francis Galton. Vol. 2', de Karl Pearson (1924)

Fotografías del libro 'Vida, cartas y trabajos de Francis Galton. Vol. 2', de Karl Pearson (1924)

Entre dos aguas

La ciencia y los límites de la moral

La historia de la humanidad no se reduce a la del conocimiento científico, independientemente de que esta haya influido decisivamente en su desarrollo.

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Que la ciencia es útil creo que no ofrece discusión. Sus enseñanzas, las leyes que desvelan el comportamiento de la naturaleza y los instrumentos que se construyen basándose en ellas, han condicionado buena parte de la historia de la humanidad, más aún del presente. Ahora bien, ¿sirve la ciencia para otro tipo de cosas que también nos sean valiosas?

Pienso en esto al leer que, para calificar a las personas con algún grado de discapacidad intelectual, leve, moderada, grave o profunda, el gobierno de la República Argentina, presidido por Javier Milei, decidió utilizar los términos “idiota”, “imbécil”, “débil mental profundo, moderado o leve”. Espero que cuando se publique este artículo, unas semanas después de que yo lo escribiera, esos términos hayan sido eliminados, al haber admitido la Agencia de Discapacidad, pocos días después, que había sido un “error” y que la resolución, ya en vigor, sería modificada.

Pero el hecho de que en algún momento se considerasen aplicables revela el pensamiento profundo de quiénes las utilizaron, ignoro si con el conocimiento o no del presidente Milei, pero sí con su responsabilidad al ser el mandatario supremo de la nación argentina.

Además de ser útil y de desvelar innumerables misterios sobre lo que existe en el Universo, incluyendo nuestro pequeño planeta y el entorno del Sistema Solar, la ciencia nos enseña a comprendernos, a entender nuestros orígenes y relaciones con el entorno en el que vivimos y entre nosotros mismos. Hemos aprendido, por ejemplo, que somos descendientes de otras especies, y que no existen razas.

Ya expliqué hace tiempo en estas mismas páginas que las diferencias genéticas entre personas de una misma (supuesta) raza pueden ser mayores que las que existen con relación a miembros de otras “razas”. Existen “razas” diferentes en animales y plantas, pero existen por las condiciones tan estrictas en su desarrollo a las que han sido sometidas por los humanos.

Entre las personas lo que existen son “etnias”, grupos que comparten características y valores sociales y culturales, entre ellos el idioma y la religión. Cuando en el curso de la historia se buscan las raíces de muchos de los conflictos que han ocasionado episodios devastadores, más que la supuesta raza se encuentran como elementos motrices las culturas y los intereses políticos y económicos.

No obstante, es preciso estar alerta, puesto que también desde la ciencia se han defendido ideas conflictivas en “lo social”. Ejemplo notable en este sentido es el del polímata (fue, o intentó ser, estadístico, meteorólogo, explorador y psicólogo) Francis Galton (1822-1911), primo, por cierto, de Charles Darwin. Padre de la eugenesia (del griego, eugoniké, que significa “buen origen”: eu, bueno, y guénos, origen, parentesco), al menos en su sentido moderno, Galton sostenía que, dado que esta permitiría mejorar los rasgos humanos, su empleo constituía una “obligación moral”.

Defendía que se pudiera discriminar, incluso hasta el punto de impedir que se reprodujesen, a personas con características o facultades que se considerasen “inferiores”, doctrina que difundió en un libro publicado en 1869, Genio hereditario: una investigación sobre sus leyes y consecuencias.

Varios historiadores han explicado que en la Inglaterra victoriana la decadencia de las ciudades, la miseria industrial y cierto deseo de que se aplicaran medidas de salud pública intervencionistas, como las vacunaciones, provocaron entre las clases altas británicas el temor de verse superadas por una subclase “depravada y delictiva”, el “populacho”.

"Utilizar términos como 'idiota' o 'imbécil' es abrir la puerta
a un mundo inhumano. A un mundo cercano al de la vieja eugenesia"

Fue entonces cuando surgió el movimiento eugenista, que se manifestó en la aprobación en 1913 de una ley sobre la deficiencia mental, para identificar a los individuos con trastornos mentales y aislarlos en una institución o manicomio donde se les impidiera reproducirse. Iniciativa que fue seguida por otros gobiernos europeos, y que llegó a su clímax en la Alemania gobernada por Hitler, donde en 1934 se introdujeron leyes de esterilización: tres años después de haber sido establecidas se había esterilizado a unas 225.00 personas.

Aunque sin llegar a estos extremos, existen algunos elementos que favorecen los puntos de vista eugenistas en la proliferación de los tests de Coeficiente —o Cociente— de Inteligencia, introducidos a comienzos del siglo XX, con los que se cuantificaba a las personas, y que hacían hincapié en el carácter hereditario de la inteligencia, descuidando la condición social y posibilidades socioeconómicas de las mismas, y que encontraron uno de sus principales defensores en el psicólogo estadounidense Lewis Terman (1877-1956).

Se trata, en última instancia, de la vieja cuestión de “Naturaleza versus Crianza”, pero no parece que el desarrollo de la biología avale que la “naturaleza”, esto es, la genética, que sin duda desempeña un papel importante, sea capaz de imponer absolutamente sus leyes. Y, pongámonos en el caso moralmente más desfavorable, ¿qué si fuera así? Porque no deberíamos caer en el error de pensar que la historia de la humanidad se reduce a la de la ciencia, independientemente de que esta haya influido decisivamente en su desarrollo.

Los humanos hemos producido también ideas como la igualdad de derechos (y de deberes) y de oportunidades, al igual que la protección de los más desfavorecidos, asociada esta a una de las más nobles características de los humanos, la solidaridad y la compasión. La ciencia ayuda, al menos en algunos casos, a combatir creencias de esa clase, pero son sobre todo otras creaciones humanas —pienso en la literatura, que nos muestra todas las facetas, goces y sufrimientos de la vida, y en la filosofía ayudada por la historia— las que permiten apreciar la necesidad de defender las idea de igualdad y solidaridad, para que la vida merezca ser vivida, con dignidad.

Utilizar términos como “idiota”, “imbécil”, “débil mental profundo, moderado o leve”, es abrir la puerta a un mundo profundamente inhumano. A un mundo cercano al de la vieja eugenesia, que podría contar ahora con la ayuda de la biotecnología, porque las palabras siempre dejan alguna huella.

He citado en repetidas ocasiones una frase que el biólogo evolutivo y admirable escritor Stephen Jay Gould (1941-2002) incluyó en uno de sus libros, La falsa medida del hombre (Crítica), y que siempre me conmueve: “Pasamos una sola vez por este mundo. Pocas tragedias pueden ser más vastas que la atrofia de la vida; pocas injusticias más profundas que la de negar una oportunidad de competir, o incluso esperar, mediante la imposición de un límite externo, que se intenta hacer pasar por interno”.