
'La chica de la aguja', los límites de la tolerancia del espectador frente al embellecimiento del horror
'La chica de la aguja', los límites de la tolerancia del espectador frente al embellecimiento del horror
El sueco Magnus von Horn presenta un drama colosal, ambientado a principios del siglo XX, bajo una atmósfera opresiva de miseria, violencia y tragedias ininterrumpidas.
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Debemos aceptar que incluso hay belleza en el horror. Es un tema recurrente en las artes y no siempre resulta fácil discernir dónde establecer los límites. ¿Hasta qué punto puede embellecerse estéticamente una atrocidad? ¿Con qué fines? ¿Es reprobable hacer espectáculo de la miseria y la violencia? ¿Cuál es el contexto, el tono, la medida? ¿Hay una responsabilidad en la forma en que se muestra el sufrimiento? A veces parece más una cuestión de gusto estético que de otra cosa, pero en el fondo sabemos que hay algo más en juego, una suerte de ética creativa.
Dando la bienvenida a la modernidad, Jacques Rivette fue el primero de los cineastas que planteó esta cuestión en su famosa crítica a Kapo (Gillo Pontecorvo, 1960), titulada “De la abyección” (Cahiers du cinéma, 1961), hasta el punto de reclamar el absoluto desprecio hacia su director por buscar el encuadre y la luz perfectas para subrayar el horror en los campos de exterminio nazis.
Por más que haya llovido desde entonces, incluyendo la estilizada recreación del matadero de Auschwitz acometida por Spielberg, sigue siendo para el crítico, para el espectador, casi un ejercicio irresoluble enfrentarse a determinados filmes en los que la complacencia estética anida más preguntas que respuestas. Uno de ellos vendría a ser La chica de la aguja, presentada a concurso en la pasada edición de Cannes.
El tercer largometraje del sueco Magnus von Horn (Gotemburgo, Suecia, 1983) parece absolutamente determinado a caminar sobre los espinosos alambres ético-estéticos de la representación. En un momento dado, un personaje de rostro deformado por heridas en la Gran Guerra es expuesto frente al público en un espectáculo de variedades, para el regocijo y la perturbación, a partes iguales, del público.
Esas pulsiones son acaso también las que persigue Von Horn con su drama colosal, ambientado a principios del siglo XX, bajo una atmósfera opresiva de miseria, violencia y tragedias ininterrumpidas (desde la pobreza extrema al asesinato en serie de bebés, pasando por humillaciones de clase, aberraciones físicas, maltrato, abortos, etc.), y aún más, poniendo en escena una historia real en un formato de thriller de época. Todo ello mediante un estático y pulcro blanco y negro (con un talento para la composición innegable), cuya puesta en forma puede recordarnos la corrupción humana retratada por Fritz Lang o las pasiones espirituales evocadas por Carl Theodor Dreyer.
La historia lleva a la pantalla el caso de la infanticida danesa Dagmar Overbye, que dirige una suerte de agencia de adopción clandestina enmascarada en una tienda de dulces. El detalle no es baladí. Es un filme en gran parte sobre la traición de las apariencias. La trama sigue, sin embargo, a Karolina (Vic Carmen Sonne), una joven embarazada y desempleada en Copenhague, quien tras múltiples avatares (está a punto de casarse con el jefe de su fábrica, pero el destino la arroja sin techo ni dinero a vagabundear por las calles de la ciudad) termina asistiendo a Dagmar en su negocio.
Los incesantes tormentos que padece la protagonista fuerzan el sentimiento fatalista de la narrativa, que no en vano se ofrece del mismo modo en que Michael Haneke exploró en La cinta blanca (2009) las raíces de la violencia, el autoritarismo y la deshumanización que, en cierta medida, acabaron asolando a Europa.

Vic Carmen Somme en 'La chica de la aguja'
Lo cierto es que el “travelling de la abyección” que denunciaba Rivette se queda realmente corto frente a algunas decisiones estéticas de La chica de la aguja, y cada cual debe negociar con las imágenes a su manera (como concluía Godard), pero a este crítico tanta intensidad plástica se le hizo difícil de remontar. El contraste es pornográfico. Los tonos expresionistas del filme, hibridados con una búsqueda de naturalismo en la ambientación, quieren equipararse acaso con las inexplicables divergencias entre la extrema bondad y la más absoluta crueldad, como si la narración y sus formas extrajeran en crudo los abismos de oscuridad que toda luz contiene en su interior.
La naturaleza humana produce monstruos que acaban ocupando el centro de la narración, del mismo modo en que el protagonismo de una mujer va dando espacio al de otra a lo largo del metraje, hasta el punto de comprender que la película es tanto el retrato de una psicópata camuflada de samaritana como la crónica de una pobre trabajadora enfrentada a toda suerte de horrores sociales y humanos en la traumatizada, decadente, asilvestrada Europa de finales de la I Guerra Mundial.
Resultan innegables las conquistas artísticas de La chica de la aguja, su carácter solemne y autoral y también sus ambiciones por crear una gran producción de prestigio (nominada a los Oscar como mejor película internacional), si bien la naturaleza hipnótica de las imágenes (con recurrentes homenajes al cinematógrafo de los Lumière) puede quedar lastrada por una complacencia que no solo es estética, también narrativa en algunos tramos del guion. Ciertamente, la medida de tolerancia de cada espectador tendrá que negociar como pueda con la crudeza representada. Advertidos quedan.
La chica de la aguja
Dirección: Magnus von Horn.
Guion: Line Langebek Knudsen, Magnus von Horn.
Intérpretes: Vic Carmen Sonne, Trine Dyrholm, Besir Zeciri.
Año: 2024.
Estreno: 21 de marzo